martes, 31 de enero de 2023

THOMAS MERTON HABLA DE SUS PADRES

Mi padre y mi madre eran cautivos de este mundo, conscientes de que no vivían con él ni en él, y con todo incapaces de huir. Estaban en el mundo y no eran del mundo, no porque fueran santos, sino de un modo distinto: porque eran artistas. La integridad de un artista eleva a aun hombre por encima del nivel del mundo sin liberarlo de él.

Mi padre pintaba como Cézanne y comprendía el paisaje meridional francés como Cézanne lo comprendió. Su visión del mundo era sana, llena de equilibrio, de veneración por la estructura, por las relaciones entre las masas y las circunstancias que imprimen una personalidad individual a cada cosa creada. Su visión era religiosa y pura y, por consiguiente, sus pinturas no tenían decoración ni se prestaban al comentario superfluo, ya que un hombre religioso respeta el poder de la creación de Dios para dar testimonio de sí. Mi padre era un artista muy bueno.

Ni mi padre ni mi madre sufrían los mezquinos prejuicios fantásticos que corroen a las gentes que no saben más que de automóviles y de cine y de lo que hay en la nevera y en los periódicos y de qué vecinos van a divorciarse.

Heredé de mi padre su manera de mirar las cosas y algo de su integridad; y de mi madre algo de su insatisfacción por la confusión en que el mundo vive y un poco de su versatilidad
. De ambos heredé facultades para el trabajo y visión y goce y expresión que debían haber hecho de mí una especie de rey, si los ideales por los que el mundo vive fueran los verdaderos. No siempre teníamos dinero; pero cualquier tonto sabe que no se necesita dinero para disfrutar de la vida.

Si lo que la mayoría de la gente da por sentado fuera realmente verdadero, si todo lo que se necesita para ser feliz fuese apoderarse de todo y verlo todo e investigar todas las experiencias y luego hablar de ello, yo habría sido una persona muy feliz, un millonario espiritual, desde la cuna hasta ahora.

Si la felicidad fuera simplemente una cuestión de dones naturales, nunca habría ingresado en un monasterio trapense cuando alcancé la edad de hombre”.


(Thomas Merton, “La montaña de los siete círculos”, páginas 9-11, Edhasa 2008)

domingo, 15 de enero de 2023

THOMAS MERTON Y MARÍA (1)

 

"Thomas Merton escribe en su autobiografía que la deficiencia más grave de su vida espiritual en el año que siguió a su conversión fue la falta de devoción a María, que "ocupaba en mi vida poco más que el lugar de un hermoso mito". Este defecto fue pronto reparado, pues la Madre de Jesús pasó a ocupar en su espiritualidsad un lugar central que duraría hasta el fin de su vida

Un momento decisivo fue su visita a Cuba en abril de 1940, que fue una especie de peregrinación mariana, si bien en su diario trata este aspecto del viaje con bastante reserva. Pero, retrospectivamente, se centra en sus visitas a los santuarios de Nuestra Señora de la Soledad, a la que llama "una de mis grandes devociones", y por supuesto, a la patrona de Cuba, Nuestra Señora del Cobre, a quien promete honrar en su primera misa, en caso de ser ordenado sacerdote, y que le inspira la "Canción para Nuestra Señora del Cobre", que llama "el primer poerma de verdad que he escrito" y es el primero de sus poemas marianos.

El reflejo de la estatua de Nuestra Señora del Carmen en el espejo de la habitación de su hotel en La Habana fue una experiencia que tuvo para él un profundo eco muchos años después".

Diccionario de Thomas Merton

martes, 3 de enero de 2023

PLANTAR CARA A LA MUERTE

"El absurdo de cualquier vida que no se viva teniendo presente la muerte
. Esta idea me ha impresionado fuertemente leyendo el texto de un escritor y guerrero samurái zen del siglo XVII, citado por D. T. Suzuki. 

Nuestra gran dignidad se comprueba en la muerte. Quiero decir: nuestra libertad. No hay muerte ordinaria, pero existe una gran diferencia entre evadirse de ella interiormente y hacerle frente con la libertad –es decir, con la aceptación– de un ser humano. Cuando llega el momento de la «separación», el hombre libre pone su pie alegremente en el camino que lo conduce fuera de este mundo. Este es un gran obsequio que nos hacemos a nosotros mismos; no a la muerte, sino a la vida. Y es que quien sabe cómo se ha de morir no solo vive más tiempo en esta vida (¡como si esto importase...!), sino que además vive eternamente en virtud de su libertad.

El desamparo del hombre frente a la muerte nunca ha sido más lastimoso que en nuestros días, en que el hombre puede hacerlo todo, menos librarse de dicha muerte. Si fuese incapaz de evitar otras muchas cosas, el hombre estaría mejor preparado para enfrentarse a la muerte. 

Pero todo nuestro poder no ha hecho sino acrecentar en nosotros la ilusión de que podemos aferrarnos a la vida sin tener que prescindir de nuestro inconsciente temor a la muerte. A la muerte la mantenemos siempre a prudente distancia, tratando inconscientemente de pensar que nosotros mismos estamos fuera de su alcance. Esto genera una tensión insoportable que no tarda en convertirnos a todos en sus víctimas. Quien no teme la muerte está más dispuesto a no huir de ella y, llegado el momento, la afronta debidamente. 

En este sentido, quien se enfrenta a la muerte puede ser feliz en esta vida y en la otra, mientras que quien no se enfrenta a ella no es feliz ni en esta ni en la otra vida. Esta es una realidad central y básica de la vida, independientemente de que uno sea o deje de ser «creyente». Y es que este acto de «plantar cara» a la muerte implica ya una cierta fe, un cierto grado de rectitud de corazón y la presencia de Cristo, prescindiendo de que uno piense o no en ello. (No me estoy refiriendo aquí a la temeridad de lo que podríamos llamar un «tipo duro», sino tan solo a la sinceridad de una persona honesta, sobria y sensible que se responsabiliza de toda su vida con alegría y libertad)".

Thomas Merton, Diarios
Noviembre 1958