viernes, 23 de febrero de 2007

Tiempo de meditación.

“Lo que Dios obra en nuestro interior durante las horas de meditación no se percibe a simple vista. Pero supone una gracia tan grande, que todas las demás horas de la vida están agradecidas e influidas por ese tiempo de meditación.” (Edith Stein).


Leyendo encontré esta frase de Santa Teresa Benedicta de la Cruz, en el siglo Edith Stein, Carmelita Descalza, filósofa de profesión, quien fuera víctima del fascismo en el pasado siglo veinte. Y me puse a pensar en este asunto de la meditación, y como mi propósito es ir sugiriendo a partir de comentarios breves algunas prácticas útiles para nuestra vida interior, pensé enseguida en comentar lo que ella me descubre. Propongo que leamos otra vez la frase, detenidamente, y luego tratemos de entenderla. Lo primero, acudir al diccionario; encuentro la palabra meditar, y leo: concentrar el pensamiento en la consideración de una cosa. Yo añadiría: Concentrar el pensamiento en Dios, en las cosas de Dios, en el Dios de todas las cosas.
La meditación no es una práctica extraña, ajena a nuestra fe cristiana, todo lo contrario. Meditar supone el descanso, la reflexión, la apertura de mente y de corazón para entender, no lo que está en la superficie, sino lo profundo, lo esencial. El Nuevo Testamento dice que Jesús se retiraba muchas veces a orar, buscando la soledad, y el diálogo con el Padre del cielo; la oración lleva consigo también la meditación, el rumiar la experiencia cotidiana poniéndola delante de Dios, dejándola pasar por sus manos.
Nuestra vida suele ser muy agitada, las necesidades cotidianas, las dificultades que debemos resolver, y la cuota de angustia que todo eso lleva consigo, exigen aun más que dispongamos de tiempo para la oración y la meditación, no como una manera de escapar de todo eso (que es lo que expresamos habitualmente) sino como un modo de asumirlo, aprendiendo y creciendo espiritualmente con todo lo que suceda en nuestra vida, conservando la libertad y la alegría en el corazón.
El cristiano no lo es plenamente sin la oración, es decir, sin una experiencia de amistad, de dialogo con Jesús, y sin una conciencia creciente de que Dios está en todas partes, acompañando nuestro caminar. Pero todo esto supone, y esto es lo que más nos cuesta, propósito y disciplina. Lo primero, decidirnos a romper la rutina, la conformidad con lo mínimo, y atrevernos a dar un paso más. Los que dicen que les falta tiempo para la oración son aquellos que no consideran la oración como algo importante, los que quieren las cosas de Dios pero temen al Dios de todas las cosas, a esa presencia suya que lo trastorna todo, que nos cambia la vida. Y luego está la disciplina, palabra que asusta y encuentra rechazo en estos tiempos de una mal entendida libertad. Sin disciplina no hay crecimiento, no hay maduración, y hace falta sentarse cada día, encontrar el momento oportuno para detenerse, y decirle a Dios: “Aquí estoy”, o “Habla, Señor, que tu siervo escucha.”
Les cuento algo personal: cuando llegué al convento hace ya unos cuantos años pensé que la oración cotidiana llegaría a aburrirme, leyendo los mismos salmos, lecturas y oraciones, y la experiencia resultó totalmente diferente. No hay aventura más emocionante que la del viaje interior, ninguna otra nos depara tantas sorpresas, en ninguna otra la gracia de Dios actúa con tanta fuerza, y sobre todo, cuánta sabiduría va brotando de esas horas de silencio, de lectura espiritual, de diálogo con Dios. Al pasar de los años uno descubre un buen día que muchas cosas han cambiado y apenas nos dimos cuenta de que sucediera, porque todo se gestó en esas horas que diariamente, a menudo con trabajo, con dificultad, dedicamos a Dios.
Es la propia Edith Stein la que escribe: “He llegado a la conclusión de que hay que dar a la vida interior el alimento que necesita, sobre todo cuando la actividad exterior es mucha.” Necesitamos alimentar nuestra vida interior, quisiera poder expresar cuán urgente es para todos beber de esa fuente interior, que se despierta y mana abundantemente cuando nos adentramos en el camino del amor.
Te propongo que empieces ya, si no lo haces: dedica cada día un poco de tu tiempo a la oración y meditación. Puedes hacerlo utilizando la Palabra de Dios, la vida de algún santo, cualquier libro de espiritualidad. (Incluso podrías hacerlo con el periódico diario). Leer, orar, meditar, contemplar; es la tríada clásica, el método que recomiendan tantos maestros del espíritu. Tal vez tengas la impresión de que es algo difícil, complicado, sólo para gente selecta, pero te engañas. Lo importante es comenzar, dar el primer paso, y perseverar. El resto lo hace Dios, y su Gracia trabaja siempre en nosotros.



Nota: No se me pasa por alto que la palabra meditación no es exclusiva del vocabulario espiritual cristiano. La palabra, etimológicamente hablando, tiene relación semántica con la raíz indogermánica MED, que significa caminar y también medir, y originalmente se utilizaba en el terreno militar para referirse al entrenamiento o instrucción de los reclutas en el servicio militar. Fue la cultura griega en su vínculo con el cristianismo y la espiritualidad occidental la que consiguió desviar su significado, reservándolo para expresar el ejercicio continuado y repetido de iniciación a la vida interior. Nosotros acá hablamos de meditación casi como sinónimo de oración, no de oración discursiva, sino de oración profunda, de escucha de la Sagrada Escritura y de silencio; de oración no al margen de la vida, sino en la vida misma.

Nota segunda: Cuando hablo de una oración meditada me refiero a una oración que no se queda en palabras, que no busca tanto pedir como dar; darle a Dios la propia vida. Eso asusta, es verdad, pero también libera, fortalece, alegra el corazón. La meditación nos enseña a pensar, y eso es muy importante. Cuando uno no piensa, otros lo hacen por uno.

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