Desde hace ya varios años, desde mis tiempos como párroco en la catedral de Matanzas, ciudad situada a unos 100 kilómetros de la capital cubana, acostumbro inaugurar los días navideños con una celebración mariana el 18 de diciembre, invocando a la madre de Jesús con el título de Nuestra Señora de la Esperanza. No hay título más apropiado y más hermoso para la Virgen en Adviento, Madre de Nuestra Esperanza. En el cuarto domingo de este tiempo litúrgico la figura de María de Nazaret cobra especial relieve: ella es la que acoge en su seno fecundo el proyecto de Dios, y con su confianza, su asentimiento, su fidelidad, se hace cooperadora de lo Divino. La imagen de María, que gozosamente espera un hijo, es el símbolo más claro de que siempre hay un mañana. La mujer sabe que tras los dolores del parto llega la alegría de una nueva vida, desbordando futuro. Así entramos en la Navidad: confiando, anhelando, acogiendo, ofreciendo. Así queremos recibir también el nuevo año. Así tendríamos que vivir siempre, como quien se sabe fecundo, portador de vida. Imagino a María, sentada junto a José, al calor de una lumbre, en medio de la noche, contemplando un cielo repleto de estrellas. Ella toma la mano de José y la pasa por su vientre hinchado. ¡Qué gozo pensar en el hijo que va a nacer! Porque, más allá de toda vicisitud, un hijo es un don para el mañana, y todo don ha de ser motivo de alegría y de alabanza.
María y José saben que Dios les ha bendecido, y esperan.
Es humano sentir cierta inquietud ante el futuro que les aguarda, pero no sienten miedo. El hijo por nacer aparta todo temor de sus corazones.
Dios ha hecho una promesa, y ahora la misión es ESPERAR.
Es preciosa esta imagen de la humanidad en femenino como símbolo de la espera confiada, a la que llamamos María de la Esperanza. Y preciosa, tierna y poética tu reflexión, Manuel. Has hecho una invitación con “sangre” artística que nos abre el corazón para acoger con calor a Jesús, que de nuevo se nos regala en la alegría compartida y ofrecida.
ResponderEliminarTodo corazón humano puede ser vientre materno, cauce divino de esperanza, cuando en él se gesta amor y lo alumbra, lo hace luz para los demás. Hombres y mujeres podemos “dar a luz”, por obra y gracia del Espíritu, esperanza para la humanidad de los que nos rodean.