“Mi madre era norteamericana. He visto un retrato suyo que representa una persona diminuta, delgada y sobria, con un rostro serio, algo ansioso y muy sensitivo. Y esto corresponde a mi recuerdo de ella –inquieta, escrupulosa, vivaz, preocupada por mí, su hijo-. Sin embargo, en la familia siempre se habló de la alegría de mi madre y de su buen humor. Después de morir mi madre, mi abuela conservó grandes rizos del pelo rojo de mi madre, y su risa feliz de colegiala nunca cesó de resonar en la memoria de mi abuela.
Me parece, ahora, que mi madre debió ser una persona llena de sueños insaciables y con grandes anhelos de perfección: perfección en el arte, en la decoración de interiores, en el baile, en la dirección de la casa, en la educación de los hijos. Acaso por eso la recuerdo generalmente preocupada, ya que mi imperfección, la de su primogénito, fue para ella una gran decepción. Si este libro no aportara nada más, mostrará ciertamente que no fui el hijo soñado de nadie. He visto un diario que mi madre escribió, durante mi infancia y primera niñez, y ahí refleja el asombro ante el desarrollo obstinado y l parecer espontáneo de aspectos imprevisibles en mi carácter, cosas con las que ella nunca había contado. Por ejemplo, una profunda y grave tendencia a adorar la luz de gas de la cocina, con no poca veneración ritual, cuando yo tenía penas cuatro años. Mi madre no daba demasiada importancia a las iglesias y l religión formal en la educación de un hijo moderno, y mi creencia es que ella pensaba que, si yo me abandonaba a mí mimo, llegaría a ser una especie de deísta simpático y tranquilo y no sería pervertido por la superstición”.
(Thomas Merton, “La montaña de los siete círculos”, páginas 12-13, Edhasa)
Me parece, ahora, que mi madre debió ser una persona llena de sueños insaciables y con grandes anhelos de perfección: perfección en el arte, en la decoración de interiores, en el baile, en la dirección de la casa, en la educación de los hijos. Acaso por eso la recuerdo generalmente preocupada, ya que mi imperfección, la de su primogénito, fue para ella una gran decepción. Si este libro no aportara nada más, mostrará ciertamente que no fui el hijo soñado de nadie. He visto un diario que mi madre escribió, durante mi infancia y primera niñez, y ahí refleja el asombro ante el desarrollo obstinado y l parecer espontáneo de aspectos imprevisibles en mi carácter, cosas con las que ella nunca había contado. Por ejemplo, una profunda y grave tendencia a adorar la luz de gas de la cocina, con no poca veneración ritual, cuando yo tenía penas cuatro años. Mi madre no daba demasiada importancia a las iglesias y l religión formal en la educación de un hijo moderno, y mi creencia es que ella pensaba que, si yo me abandonaba a mí mimo, llegaría a ser una especie de deísta simpático y tranquilo y no sería pervertido por la superstición”.
(Thomas Merton, “La montaña de los siete círculos”, páginas 12-13, Edhasa)
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