“Contemplativo es una mala
palabra. Cuando hablamos de nosotros, los monjes, como contemplativos, nos
enfrentamos con el problema de que no somos más que contemplativos. No somos
profetas. Estamos fallando en el aspecto profético de nuestra vocación. ¿Por
qué? Quizá porque pertenecemos a una cristiandad tan profundamente implicada en
una sociedad que ha sobrevivido a su vitalidad espiritual y que, no obstante,
busca a tientas una nueva expresión de la vida en medio de la crisis. Nuestros
monasterios no están sirviendo a ningún tipo de vocación profética en el mundo
moderno. Si debemos o no ser capaces de hacerlo es otra cuestión. El carisma
profético es un don de Dios, no un deber del hombre.
Pero, por otra parte, si el don
no ha sido otorgado quizá sea porque nosotros, los que hemos oído el llamado,
no nos hemos preparado. Me parece que los contemplativos deberían poder decir
al hombre moderno algo sobre Dios que respondiese a la acusación profundamente
importante y significativa que hizo Marx contra la religión. Marx decía que la
religión conduce inevitablemente a la enajenación del hombre; que no es una
realización sino un opio. El hombre, al adorar a Dios, se despoja de sus
propios poderes y de su propia dignidad, y se los atribuye a un Dios invisible
y remoto, a quien después ruega que se los devuelva pedazo a pedazo, por
entregas al detalle. Pero no es así. Cada día nos damos mejor cuenta de que la
negación de Dios es realmente la negación del hombre. Y, por otra parte, la
afirmación de Dios es la auténtica afirmación del hombre. Barth dijo en algún
lugar: “Simplemente hablar del hombre en voz alta es no hablar de Dios”. A
menos que realmente afirmemos a Dios, no afirmaremos al hombre. A menos que
afirmemos a Dios como el que nos llama a la existencia, a la libertad y al amor
que es la realización de esa libertad; a menos que afirmemos a ese Dios, no
afirmamos aquello sin lo cual la vida del hombre carece de significado.
Gran parte de la vida monástica y
de la espiritualidad contemplativa no es necesariamente abstracta en sentido
filosófico, sino que constituye un comportamiento artificial en el cual el
pensamiento, encarnado en formas rituales, se opone a los hechos concretos de
la existencia. Para convencernos de que llevamos una vida espiritual y contemplativa,
¿no convertimos en un fetiche la sumisión de las realidades de la existencia
humana a formas y legalismos rituales?
Los monjes debemos poder asegurar al hombre
moderno que Dios es la fuente y la garantía de nuestra libertad y no
simplemente una fuerza que se halla por encima de nosotros para limitar esa
libertad.
En el conflicto entre libertad y ley, Dios
está a favor de la libertad. ¡Vaya declaración escandalosa! Pero ¡está en el
Nuevo Testamento! ¿Cómo vamos a afirmar ante el mundo moderno el escándalo del
Nuevo Testamento? Es aquí donde nos enfrentamos a la seriedad de nuestra
vocación profética como algo distinto de nuestra vocación contemplativa.
Sin duda alguna, este es el
mensaje que el monje debería dar al mundo. ¿Pero hasta qué punto pueden
expresarlo así los monjes? Al parecer, estamos tan comprometidos a respetar la
ley como cualquier otro. ¡Más que otros! Multiplicamos las leyes. Vivimos una
existencia altamente mediatizada en la que, en cualquier momento, la regla y el
rito pueden sustituir a la experiencia y el encuentro auténticos.
Nuestro encuentro con Dios
debería ser, al mismo tiempo, el descubrimiento de nuestra libertad más
profunda. Si nunca Lo encontramos, nuestra libertad nunca se desarrolla
totalmente. Tan sólo puede desarrollarse en el encuentro existencial entre el
cristiano y Dios, o entre el hombre y Dios, ya que no sólo los cristianos encuentran
a Dios. Todo hombre en cierto momento de su vida encuentra a Dios, y muchos que
no son cristianos han respondido a Dios mejor que los cristianos. Nuestro
encuentro con Él, nuestra respuesta a Su Palabra es la búsqueda y el reclamo de
nuestra libertad más profunda, de nuestra verdadera identidad”.
Thomas Merton
“Acción y contemplación”.
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