Prefiero evitar la palabra “exclusividad” a la hora de hablar de
Dios.
No podemos amar a Dios exclusivamente, sino “inclusivamente”, es decir,
amándolo todo en él. Se trata de vivir una vida de vinculación total con Dios.
Dios en el centro, Dios en el fundamento, Dios en el origen, pero sin ignorar,
rechazar o despreciar todo lo demás. Aquí ayudaría entender que cuando decimos
DIOS decimos TODO, el SER; si decimos DIOS y pensamos en “una parte” entonces
no estaremos entendiendo adecuadamente lo que supone entregarse plenamente e
incondicionalmente a él. Es absurdo y contraproducente oponer a Dios y los
seres humanos; todo lo contrario, es importante vincularlos a ambos, de tal
modo que toda búsqueda de Dios suponga un acercamiento a la Humanidad, y
viceversa. Sólo así podemos entender que el todo está antes que una parte, pero
que la parte alcanza su sentido y plenitud dentro del todo. Dios es nuestro
hogar. Sin él somos extraños, forasteros, y olvidamos nuestra procedencia y
nuestro destino. Desvincularnos de la “memoria” de Dios es desconectarnos de
nuestra verdad esencial. Nos convertimos en fragmentos aislados, y por tanto
sin fuerza; dejamos de ser parte del Todo y del UNO. La conexión con Dios no se
realiza primordialmente mediante el HACER, sino a través del SER. Fomentar una
espiritualidad que estimule el “estar y hacer en Dios” ante que el “hacer cosas
para Dios”.
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