“El
propósito de la obediencia religiosa no es mantener la rutina y la disciplina
en el seno de una institución. Es inculcarnos la obediencia al Espíritu Santo,
hacernos capaces de obedecer al Espíritu. No implica una subordinación de por
vida a la autoridad. Nosotros mismos hemos desvirtuado la idea de obediencia
porque siempre la hemos visto en el contexto de la autoridad, o de la institución. En este contexto tiene
alguna validez, pero se la ha llevado demasiado lejos. También se ha asociado
la obediencia con una suerte de alienación, la noción de que debemos lisa y
llanamente obedecer y de que eso es todo lo que cuenta.
La
obediencia tiene por finalidad flexibilizar a una persona, liberarla de
ataduras a su sentimiento de autarquía.
Pero no hay que suponer que es sometiéndose a la autoridad como uno se
convierte en santo. Si uno deja que la autoridad quiebre su sentimiento de
autarquía, puede convertirse en un bicho raro o en un robot. El sentimiento de autarquía es un problema
y tenemos que renunciar a él, e eso no cabe duda. En la muerte y la
resurrección de Cristo hay una verdad absolutamente válida e inmutable: el
hecho de que tenemos que morir para nuestro sentimiento de autarquía, pero no
de la forma en que esa muerte ha sido presentada, como una especie de sadismo
jurídico e incluso a veces sistemático. Si un superior sabía que a ti no te
gustaba hacer una cosa, era esa cosa la que tenías que hacer. Hasta podía haber
en ello una cierta complacencia morbosa. Esas prácticas eran perniciosas y a
causa de ellas la obediencia religiosa ha caído en descrédito.
La obediencia religiosa es importante porque
libera. Cuando libera, cumple su función. Libera si el Espíritu nos hace
libres. Así pues, es posible ser libre, inclusive cuando hay abuso, si uno ve las
cosas correctamente. Pero ahora, a partir del Concilio, es preciso modificar la
situación. Hay ocasiones en las que uno no puede permanecer absolutamente
pasivo ante la autoridad, situaciones en las que uno debe respetuosamente
explicar las razones por las que no está dispuesto a obedecer. Y ver que dice
entonces la autoridad. En otras palabras, poner el problema sobre la mesa y
discutirlo.
Pero
no por la simple razón de no querer obedecer, sino en aras de una obediencia
más alta. Tomemos la cuestión de los objetores de conciencia… Algo semejante
podría suceder en la vida religiosa. Si a mí me ordenaran que predicara para
ustedes algo en lo que no creo, no podría hacerlo… Necesitamos tener las cosas
claras: la obediencia tiene por objeto liberarnos para que podamos seguir al
Espíritu Santo. Nosotros respetamos la autoridad de otros y la obedecemos, pero
también tenemos que seguir los dictados de nuestra conciencia” (206-208).
Tomado de “Los manantiales de la
contemplación”, Ed. Sudamericana, Thomas Merton.
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