jueves, 1 de noviembre de 2018

SANTIDAD CRISTIANA


Al tema de la Santidad volvemos siempre, porque nos apasiona y desafía, y forma parte del gen espiritual de todos los seres humanos. Cuando hablamos de santidad, nos referimos básicamente a una vida en la que se despliegue el potencial espiritual recibido como don en el sacramento del bautismo[1], pero que ya está en nuestra esencia humana por el hecho de ser creaturas, es decir, tener nuestro origen en Dios; y esto implica,  en clave cristiana,  hablar de una vida plenamente realizada, según el proyecto de Dios Padre para todos sus hijos. 
El término “santidad” aparece generalmente vinculado  a otros términos afines:   discipuladoseguimiento, imitación,  filiación, unión, vida espiritual, vida que tiene su fuente en Cristo, o a  lo que el tratado de la gracia denomina “participación”. Así, podemos afirmar que el concepto de santidad implica, por tanto, en lo concreto, vitalidad y dinamismo en la práctica de la fe.
El  sinónimo más frecuentemente   utilizado en el campo de la teología espiritual para referirse a  la santidad es “perfección[2]. Aunque personalmente prefiero utilizar la palabra  “santidad”, y soy  partidario de recuperar el sentido del término en toda su amplitud, y de modo especial a nivel pastoral, no hay que rechazar de plano el valor que el término “perfección”, y  otros conceptos afines, han tenido en la Iglesia durante muchos siglos. Como imperativo evangélico transformaron  la vida de muchas personas, y marcaron épocas, grupos humanos, fecundando la historia, ya sea que se utilizara una u otra expresión[3]. No obstante, siempre hay que resaltar que la condición humana es de por sí imperfecta, e insistir de manera inadecuada en el término perfección puede ayudar en el desarrollo de prácticas espirituales inadecuadas e incluso patológicas. Santidad, dijo alguien, más ser perfecto es estar completo, y creo que se entiende mejor desde esa perspectiva: caminar hacia una plenitud  de vida en Dios, que también considera nuestros límites y valora nuestros propósito de crecimiento, dentro de un progresivo proceso de maduración humana y espiritual. 

Me parece que ilumina el tema las distinciones que hace Luis Aróstegui, carmelita descalzo, para entender de lo que hablamos cuando tratamos acerca de la santidad: 

Primero, para la fe Bíblica y cristiana,  el Santo es ante todo Dios, que merece adoración;  es decir,  el reconocimiento de lo santo como santo, de Dios como Dios. 

Luego, en segundo lugar,  lo Santo santifica o reserva especialmente para sí realidades terrenas, lugares, personas tiempos, acciones, relacionadas especialmente con el Santo, que funcionan como mediaciones para entrar en comunicación con los humanos. Son realidades “santas” por participación, que resultan accesibles y que pueden ser profanadas, pero el Santo no, en el sentido de que por ello sufra detrimento su santidad. 

Y en tercer lugar estarían las personas llamadas “santas” en el devenir histórico cristiano, distinguibles de las que anteriormente señalábamos porque en ellas la presencia de Dios (del Santo) se realiza a través de lo ético.

Así también, dice el mismo autor, en  la aplicación del calificativo “santo”, se pueden distinguir varios niveles:

a. los santos en el sentido del Nuevo Testamento, es decir, los cristianos que viven cristianamente, que han recibido la fe en el bautismo, y con ella la filiación, el Espíritu Santo. Son santos, no sólo consagrados al culto divino, sino consagrados interiormente, en su propio ser.

b. Luego, en un sentido más restringido, santos son los cristianos que viven plenamente la vida cristiana, los que han alcanzado su madurez en Cristo, y lo viven con sencillez y libertad, con naturalidad. Casi nunca empleamos con ellos la palabra “santa”, por parecernos demasiado grandes; les llamamos “buenos”.

c. Y finalmente, están los santos  canonizados o canonizables, una santidad con signos “extraordinarios”, que funcionan como “modelos” eclesiales e incluso humanos.

 Estas distinciones ayudan en la comprensión de la santidad cristiana, pero por supuesto que no agotan el ámbito del que tratamos, que permite siempre nuevas maneras de vida y relaciones humanas, como expresión del actuar de Dios en el mundo.
  
Son muchos los  frutos  que la llamada a la santidad   ha dejado en la Iglesia y en el mundo, y muchos los hombres y mujeres santos de los que la Iglesia guarda memoria viva,  aunque no es menos cierto también que en algunos ambientes  aparecen testimonios de una comprensión negativa de esta realidad, tal vez por cierta ambigüedad que acompaña al concepto, o porque no deja de ser la santidad algo que nos supera y los que se empeñan en alcanzarla entran en una corriente de curso  impredecible[4]. Los mismos creyentes en las comunidades cristianas no están imbuidos de lo que implica, en todo su sentido, la llamada a la santidad que hemos recibido todos los que nos llamamos cristianos. Aunque a partir del Concilio Vaticano II  se ha hecho común hablar de la “llamada a la santidad de todos los bautizados”,  todavía falta mucho para que la santidad se convierta en un aspecto central en la vida de los cristianos[5], y mueva a nuestras comunidades de fe a dar un testimonio más vivo y encarnado del amor de Dios. 



[1]  C. A. Bernard, Teología Espiritual, Salamanca, Ediciones Sígueme, 2007, P.23
[2] Cierta ambigüedad y discusión en el uso de ambos términos. Parece que “perfección” referiría más al sentido de algo completo, acabado, realidad que contrasta con la experiencia humana, siempre inacabada. Hoy algunos autores prefieren utilizar otros conceptos, como “madurez” o “maduración”...
[3] S. Arzubialde, “Theologia Spiritualis. El camino espiritual del seguimiento a Jesús”, Madrid, Publicaciones de la Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1989, 65-82.
[4] En este sentido resultan curiosas las palabras de Dorothy Day: “Cuando te llaman santa, significa, básicamente, que no deben tomarte en serio”; lo veía como una manera de quitar valor a sus propuestas radicales. R. Ellsberg, Todos los santos, Buenos Aires-México, Lumen, 2001, 564.
[5] S. Gamarra, Ob. Cit.,  180: “El que sea para todos no quiere decir sin más que la tengan todos. Es muy fácil quedarse en la mera complacencia de una vocación compartida a la santidad sin ninguna urgencia personal concreta. Se necesita marcar el camino y seguirlo”.

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