El Evangelio de los dos últimos domingos prepara, lo voy entendiendo mientras lo rumio, el pasaje correspondiente a este domingo quinto y último de Cuaresma: la higuera estéril (no piensen en quién es más pecador, piensen en dar frutos); el Padre que personifica el perdón, frente a dos hijos rebeldes que no reconocen el hogar (y uno hasta pasa por obediente y cumplidor). Y ahora en este, la escena que tantas veces hemos tenido ante los ojos: en el centro, una mujer acusada de adulterio, y Jesús agachado en el suelo frente a ella, dicen que escribiendo algo; alrededor un círculo de hombres amenazantes, con piedras en las manos. ¿Qué hacemos, maestro, la apedreamos, la matamos, por pecadora?
Llama mi atención que también Jesús está en el centro del círculo con ella; también él está amenazado, y de hecho sabemos todos cómo acabará esta historia. Lo que está de fondo en este, y casi todos los pasajes que lemos ern los Evangelios, es el Dios en el cual creemos. Un Dios en manos de una clase dirigente que es juez implacable, que castiga cualquier pecado, y a quien ellos dicen representar; o un Dios amoroso, que perdona siempre e invita a perdonar, a mirar no tanto el pecado cometido como el bien que podemos hacer, los frutos que podemos dar, el hogar que podemos construir.
El Dios Padre de Jesús es el que pide compromiso y frutos, pero es paciente, sabe esperar y perdonar, y nos ama de una manera única: infinita e incondicionalmente. Los pequeños que lo entendieron aclamaron con ramos a Jesús, cuando entró a Jerusalén; los grandes y poderosos, se asustaron de un Dios así y le crucificaron. Ese Dios bueno, amoroso y perdonador amenazaba el poder y las prebendas de las que ellos gozaban supuestamente en su nombre.
Todavía hoy estamos buscando el rostro de Dios en medio de la vida: todavía pugnan esas dos imágenes de Dios en nuestra religión y nuestra forma de vivir el camino de la fe. Todavía hay muchos manos levantadas y armadas con piedras para ser arrojadas al culpable, el otro siempre, y el más frágil. También hoy sigue hablando en muchos corazones la voz del Maestro, invitándonos a caminar en fe, a comenzar siempre de nuevo, una y otra y otra vez, y a perdonar.
El pecado mayor dice Jesús es no dar frutos, no reconocer que Dios es nuestro hogar, nuestro fundamento, y nuestra libertad; y el peor pecado sigue siento tener un corazón duro, soberbio, incapaz de compadecerse y perdonar. La verdadera comunidad no se arma con piedras, sino con perdón, con solidaridad, con abrazos.
Preguntémos ahora: ¿Hemos hecho verdaderamente un camino de conversión en esta Cuaresma? ¿Estamos preparados para resucitar con el Maestro?
Fray Manuel de Jesús, ocd.
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