En el DIARIO BÍBLICO, leo: “Parece que la religión, en tiempos de Jesús, no provocaba cambios en la vida de las personas. La gente estaba inmersa en un sin número de prácticas religiosas: ritos de purificación, sacrificios, etc., que se relacionaban más con la superstición y la magia, con costes económicos altísimos, pero que no lograba la transformación de las personas, el cambio de vida”.
A mí me parece esta descripción lo que sigue sucediendo hoy en nuestra Iglesia, y creo que es el Evangelio, y no la religión, lo que cambia a las personas. También afirma: “La rigidez religiosa, en vez de hacer mejores a las personas, las vuelve falsas, hipócritas, inmisericordes”, y luego: “Una característica común que comparten Juan y Jesús es que los dos son laicos descontentos del sistema social y religioso de su tiempo. No pertenecen al gremio sacerdotal, no son funcionarios del estamento religioso”.
La religión es valiosa en cuanto ayuda a que vivamos el Evangelio, a que el mensaje permanezca y se trasmita, y nos ofrece caminos, recursos espirituales; pero constantemente ha de volverse al Evangelio para purificarse. Siempre volver al Evangelio, volver a Jesús Maestro, a su Palabra, para no caer en rigidez, en soberbia, en hipocresía, en dureza de corazón y falta de amor.
Celebrar a Jesús es confesar que Dios entró en la humanidad de manera real y concreta; que asumió la humanidad con todas sus consecuencias, y que fue solidario hasta el final con el género humano. Jesús, de parte de Dios, proclama un nuevo camino, de más altura, de mayor exigencia humana y de profunda y constante transformación.
El bautismo es un rito de iniciación, que utiliza el agua como signo y símbolo de lo que acontece en una persona que acepta emprender un nuevo camino: “Nacer de nuevo”. Muchos acudieron al reclamo de Juan con ese deseo y propósito, y también lo hizo Jesús, y esto significó el comienzo de su vida y ministerio público, el detonante para que el Maestro emprendiera su Camino. Juan fue para Jesús un encuentro significativo, por eso le llamamos también el Precursor.
Entrar y salir del agua, o recibirla en la cabeza, significa morir a lo viejo y nacer a lo nuevo; dejar un modo de vida, para empezar otro, mejor. Varias cosas sucedieron en el caso de Jesús, según nos cuenta el relato evangélico, con un eco importante en nosotros, sus seguidores: se abrió el Cielo, descendió el Espíritu, y Dios habló: Este es mi hijo, en quien me complazco… Nueva relación con Dios, nueva fuerza, nueva confianza.
Tiene que ver con: buscar nuestra propia identidad en Dios, y desde lo propio humano descubrir lo divino (una y otra realidad caminan juntas, ni se mezclan ni se excluyen), para caminar hacia nuestra plenitud, guiado por el Espíritu. Es esa Presencia en nosotros la que nos va transformando, aunque no sin nosotros. Eso es NACER DEL ESPÍRITU, que es más importante que nacer biológicamente, en la carne.
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