martes, 27 de diciembre de 2022

EL MÁRTIR Y EL MÍSTICO (ESTEBAN Y JUAN)

Esteban
es reconocido como el “protomártir” (primer mártir) cristiano. La palabra “mártir” procede del griego y significa “testigo”. Desde temprano, en la tradición cristiana se reservó este término para designar a quienes daban testimonio “con su sangre”, es decir, eran asesinados de diferentes formas debido a su condición de cristianos. Cuando nace, un grupo religioso gira en torno a una doctrina: la aceptación o no de la misma marca la frontera entre quienes pertenecen al grupo y quienes están fuera de él. Simultáneamente, esa doctrina se equipara directamente con la verdad, de la que el grupo se siente portador. Con estas bases, se comprende que el martirio se haya reservado para aquellas personas que preferían morir antes que renunciar a la doctrina que profesaban. Desde nuestra perspectiva, tal lectura parece encerrar un riesgo no menor: la absolutización de la doctrina y el consiguiente descuido de lo que debería ser el genuino testimonio (o martirio). Porque no se trata de ser testigos de una doctrina o de unas creencias, aunque sea legítimo profesarlas, sino de la Vida. Desde este punto de vista, es mártir toda aquella persona que es eliminada por defender la vida, más allá de las creencias que profese. Sabemos bien que la absolutización de las creencias –aparte de ser signo de ignorancia sobre el modo como funciona la mente– conduce al fanatismo y genera sufrimiento en uno mismo y en los demás. Por el contrario, la fidelidad y coherencia en el servicio de la vida, particularmente en los más necesitados, nace de una consciencia amorosa que se asienta en la certeza de la unidad de todos. En este sentido, encontramos “mártires” a lo largo de toda la historia. Y en la propia tradición cristiana, el primero de ellos fue el propio Jesús, testigo de la Vida y defensor de los pequeños hasta el final, con una fidelidad y coherencia que los poderes de turno no soportaron; y, porque les estorbaba, lo quitaron de en medio. 
¿Sé respetar las creencias sin absolutizarlas?


Dentro de las fechas de Navidad, la Iglesia celebra en este día a Juan evangelista. Durante siglos, se pensó que este Juan era uno de los Doce y, al mismo tiempo, el autor del cuarto evangelio –al que pertenece el texto que leemos hoy– e incluso el “discípulo amado”. Para la exégesis contemporánea, tal identificación no se sostiene. Ni el autor del cuarto evangelio fue uno de los Doce ni el apóstol Juan es el “discípulo amado”. El cuarto evangelio es obra de varias manos –diferentes redactores y glosadores–, aunque quizás las comunidades joánicas se reconocieran legitimadas por la figura de un discípulo en particular que hubiera podido llamarse Juan (¿y que coincidiría con el “discípulo amado”?; no lo podemos saber). En el texto que comentamos, el “discípulo amado” se define por su capacidad de “correr” y de “ver”: es lo que le ocurre al amor. La persona que ama está pronta, disponible, atenta y se siente animada de una energía especial que le permite “correr”, como si el mismo amor la llevara en volandas. Por otro lado, es capaz de ver más allá de las apariencias y por debajo de la superficie de las cosas. Seguramente, porque “solo se ve bien con el corazón”, como diría El Principito. Al hablar de “corazón” no me refiero a una mera emoción superficial, que se halla a merced de los vaivenes circunstanciales, sino a la hondura de nuestra identidad más profunda, donde somos amor. Lo que sucede es que, para poder mirar con el corazón, necesitamos aquietar la mente, no identificarnos con ella (ni con sus ideas, etiquetas, creencias, expectativas…). Acallada la mente, hacemos posible la visión verdadera. Aquieta la mente, sal del bucle en el que tiende a instalarse… y saborea el silencio que nada separa: ahí empezarás a “ver”.
 ¿Me ejercito en el “conocimiento silencioso” del que surge la visión?

Enrique Martínez Lozano
Guía para volver a casa

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