En el siguiente pasaje del artículo que estamos compartiendo, escrito por Segundo Llorente, aparece una reseña de las pláticas de TM a los sacerdotes de Alaska. Para quien ha leído abundantemente a Merton pueden resultarles chocantes ciertas afirmaciones, sobre todo ya en ese momento de su vida; por eso pienso que si bien el tema es propio de TM, la lectura que se hace de lo escuchado ha pasado por el tamiz de la religiosidad del P. Llorente, y posiblemente de la lectura de los primeros escritos de Merton, más piadosos y muy influidos por Juan de la Cruz:
“Unos días más tarde nos reunimos en Anchorage todos los sacerdotes del contorno para pasar un día con Merton. En la misa concelebrada nos echó una homilía de un cuarto de hora. Más tarde nos habló hora y media. Después de comer nos habló otra hora y respondió a nuestras preguntas durante otra hora. Tuvimos bendición con el Santísimo, cenamos todos juntos en amigable compañía y nos despedimos hasta el próximo retiro. El tema principal de las pláticas de Merton era simplicísimo dentro de su oratoria y la galanura embriagadora de su estilo. La actitud constante de Cristo ante su Eterno Padre fue la de un sí incondicional. Nosotros no podemos tener otra actitud que la de Cristo. Su último sí fue la última palabra de las siete que pronunció en la cruz. Mientras no aceptemos, no ya humillaciones, sino la muerte misma con un sí incondicional, afectivo, y hasta agradecido, no tendrá en nosotros Dios sus complacencias, y por tanto no podremos tener paz interior. Tenemos que despojarnos sin contemplaciones de mil ilusiones o defensas del amor propio que son un tejido de artificios engañosos, que nos atrapan como lazos en los que tanto nos gusta caer. Por algo dijo San Juan de la Cruz a la hora de su muerte que no había hecho cosa en vida que no le estuviera acusando entonces. Hay que pedir a Dios que mate nuestro amor propio y que lo entierre; porque nosotros solos no lo podemos hacer. En la contemplación se aspira a llegar a ese contacto con la divinidad, ante la cual el alma cae postrada y temblorosa en actitud de sumisión por puro amor. Ese es el momento que espera Dios para hablar al alma. Cualquier vanidad, egoísmo, ambición desordenada o apegamiento a criatura alguna se interponen entre Dios y el alma, y lo echa todo a perder. Merton se movía en ese terreno como quien está en su casa.
“Unos días más tarde nos reunimos en Anchorage todos los sacerdotes del contorno para pasar un día con Merton. En la misa concelebrada nos echó una homilía de un cuarto de hora. Más tarde nos habló hora y media. Después de comer nos habló otra hora y respondió a nuestras preguntas durante otra hora. Tuvimos bendición con el Santísimo, cenamos todos juntos en amigable compañía y nos despedimos hasta el próximo retiro. El tema principal de las pláticas de Merton era simplicísimo dentro de su oratoria y la galanura embriagadora de su estilo. La actitud constante de Cristo ante su Eterno Padre fue la de un sí incondicional. Nosotros no podemos tener otra actitud que la de Cristo. Su último sí fue la última palabra de las siete que pronunció en la cruz. Mientras no aceptemos, no ya humillaciones, sino la muerte misma con un sí incondicional, afectivo, y hasta agradecido, no tendrá en nosotros Dios sus complacencias, y por tanto no podremos tener paz interior. Tenemos que despojarnos sin contemplaciones de mil ilusiones o defensas del amor propio que son un tejido de artificios engañosos, que nos atrapan como lazos en los que tanto nos gusta caer. Por algo dijo San Juan de la Cruz a la hora de su muerte que no había hecho cosa en vida que no le estuviera acusando entonces. Hay que pedir a Dios que mate nuestro amor propio y que lo entierre; porque nosotros solos no lo podemos hacer. En la contemplación se aspira a llegar a ese contacto con la divinidad, ante la cual el alma cae postrada y temblorosa en actitud de sumisión por puro amor. Ese es el momento que espera Dios para hablar al alma. Cualquier vanidad, egoísmo, ambición desordenada o apegamiento a criatura alguna se interponen entre Dios y el alma, y lo echa todo a perder. Merton se movía en ese terreno como quien está en su casa.
De Alaska voló a California donde le rodearon los periodistas como avispas que huelen la miel. Merton les dijo cómo él era pacifista y enemigo acérrimo de toda injusticia social. En seguida tomó el avión y lo perdimos de vista, hasta que a principios de diciembre apareció en Bangkok, la capital de Tailandia, donde se habían reunido seis abades cistercienses y un grupo considerable de delegados que representaban a muchas comunidades religiosas. Habían oído que venía Merton y habían querido aprovechar la ocasión para una asamblea o conferencia religiosa de la cual Merton fue el centro desde el principio”. (Continuará…)
Concuerdo contigo, Manuel. Es obvia la “mano” del jesuita al hacer el “encuadre” del contenido de la alocución de Merton en Anchorage. Pero bueno, es muy difícil que el que “cose” no use sus “puntadas” en el “tejido” a la hora de elaborar la “prenda”. Si se tiene en cuenta esa circunstancia, no hay problema. Como dice el dicho popular: “siempre se deben poner las crónicas y comentarios en cuarentena…”.
ResponderEliminarEstás haciendo, con la publicación de este singular relato, una novedosa y estupenda labor divulgativa.