En el testamento espiritual de Christian de Chergé, uno de los monjes trapenses asesinados en Thibirine (Argelia) en 1996, hay unas frases que pueden interesarnos ahora, y de las que probablemente Merton hubiera disfrutado enormemente:
«Mi vida no tiene más valor que otra vida. Tampoco tiene menos. En todo caso, no tiene la inocencia de la infancia…
He vivido bastante como para saberme cómplice del mal que parece, desgraciadamente, prevalecer en el mundo, inclusive del que podría golpearme ciegamente…
Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir el perdón de Dios y el de mis hermanos los hombres, y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiera herido… Yo no podría desear una muerte semejante. Me parece importante proclamarlo...
Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista: “¡Qué diga ahora lo que piensa de esto!”… Pero estos tienen que saber que por fin será liberada mi más punzante curiosidad.
Entonces podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con Él a Sus hijos del Islam tal como Él los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, frutos de su Pasión, inundados por el Don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias».
La «revelación» de Merton en las calles de Louisville coincide plenamente con lo que quiere y espera «ver» Christian. La vida de este monje en Argelia estuvo marcada y fecundada especialmente por un «ribat el salam», un «vínculo de paz» vivido con sufíes de Medea de la Tariqâ Alawiyyâ (en forma de reuniones regulares), pero de manera más general, por sus numerosos y habituales encuentros con musulmanes argelinos. Christian de Chergé era lector del Corán, del que con frecuencia cita suras en sus homilías.
Los monjes de Thibirine, como Merton en este libro, y como muchos otros grandes testigos espirituales de nuestro tiempo, juegan con la precariedad de una existencia particular en medio de un mundo que no pueden abarcar y en el que apenas pueden influir, y así se plantean el desafío bien real del mundo actual: la urgencia para que los seres humanos, especialmente los pensadores y los místicos, aprendan a dialogar en el camino mismo de sus experiencias espirituales, y también a verse juntos y dependientes totalmente del perdón de Dios, por causa de la respuesta tan fría, a veces incluso tan vergonzosa, que los creyentes, monjes incluidos, dan a las exigencias más interiores de su Señor. En la práctica, tal clase de diálogo apenas está empezado. Pocos lo creen posible.
El texto de Merton, pues, aparece hoy lleno de ricas perspectivas, y, sin duda alguna, puede ser un instrumento admirable para situarse personalmente ante el mundo en evolución y profunda transformación que nos ha tocado vivir.
Conjeturas de un espectador culpable viene a «restablecer la comunión jugando con las diferencias» dentro de la experiencia universal de un monje, es decir, de ese «arquetipo universal» de soledad y comunión que cada corazón humano lleva inserto en sí mismo.
En medio de un mundo dominado por la infoxicación (tan bien definida por el psicólogo británico David Lewis), la lectura de este libro de Thomas Merton puede enseñarnos a dar una nueva dimensión a las ideas aprendidas que ya tenemos, a abrir la mente y comparar nuestros saberes con más fuentes que las ofrecidas por los mass media. Puede educarnos en nuevas estrategias de comunicación y, en definitiva, estimular el espacio vital de nuestro ser-en-el-mundo para poder ser «usuarios» conscientes y despiertos de lo que vemos y oímos, sentimos y tememos o, sencillamente, desconocemos.
Francisco R. de Pascual, Introducción a la última edición de “Conjeturas de un espectador culpable”, TM
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