“¡Cuán bella y cuán terrible es a un
tiempo la vocación sacerdotal! Un hombre, débil como cualquier otro, imperfecto
como cualquiera, tal vez con menos dotes que muchos de aquellos a quienes es
enviado, tal vez menos inclinado a la virtud que muchos de ellos, se encuentra
dividido sin posibilidad de escape entre la misericordia infinita de Cristo y
el casi infinito espanto del pecado del hombre. No puede evitar que en el fondo
de su corazón sienta algo de la compasión de Cristo por los pecadores, algo del
aborrecimiento del Eterno Padre al pecado, algo del amor inexpresable que lleva
al Espíritu de Dios a consumir el pecado en el fuego del sacrificio. Al mismo
tiempo puede sentir en sí mismo todos los conflictos de la debilidad, la
irresolución y el temor humanos, la angustia de la incertidumbre, el desamparo
y el miedo, el fuego ineludible de la pasión. Todo lo que él aborrece en sí
mismo se le vuelve más aborrecible a causa de su infinita unión con
Cristo. Pero también a causa de su misma
vocación él está obligado a encarnar con resolución la realidad del pecado en
sí mismo y en otros. Está obligado por vocación a luchar contra ese enemigo. No
puede eludir el combate. Un combate que él por sí solo nunca podrá ganar: tiene
que dejar que Cristo luche contra el enemigo en él; debe luchar en el terreno
escogido por Cristo y no por él. Ese terreno son la cumbre del Calvario y la
Cruz. Pues, para decirlo de una vez, el sacerdote no tiene sentido en el mundo
sino es para perpetuar en éste el sacrificio de la Cruz y para morir con Cristo
en la Cruz por amor de aquellos a quienes Dios quiere que el sacerdote salve”
(1956).
Thomas MERTON sobre el sacerdocio, en LOS HOMBRES NO SON ISLAS (Capítulo VIII,
La vocación, páginas 133-135).
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