martes, 5 de febrero de 2019

SANTOS EN CRISTO


Para TM en el centro del ideal cristiano de santidad está Cristo, el Santo, que vivo en nosotros, nos hace santos. Su santidad es nuestra santidad[1]. “La santidad no la constituyen, en primer lugar,  las buenas obras, ni siquiera el heroísmo moral, sino sobre todo la unión ontológica con Dios en Cristo”[2]:  
“La perfección no es un embellecimiento moral que adquirimos al margen de Cristo, con el fin de hacer méritos para llegar a la unión con Él. La perfección es la obra de Cristo en persona que vive en nosotros por la fe”[3].

Merton sigue a San Pablo y a San Juan para hablar de un “nuevo ser”, un nuevo nacimiento, una nueva vida; estos tienen su origen en la unión con Cristo, en  nuestra integración a su cuerpo místico, según la parábola de la Vid y los sarmientos. De nuestra transformación en hombres nuevos nacen las buenas  y nuevas obras, según el actuar del Espíritu en nosotros[4]. No es que sean insignificantes las virtudes y las buenas obras, pero permanecen siempre, dice, como algo secundario, respecto a ese nuevo ser.  Nuestros esfuerzos han de ir dirigidos a eliminar los obstáculos del egoísmo, la desobediencia y cualquier clase de apego a todo aquello que contradiga el amor de Cristo; de eso se trata cuando hablamos de vida cristiana: “Estando unidos a Cristo, buscamos con todo el fervor posible que Él manifieste su virtud y su santidad en nuestras vidas”[5]. La santidad es de Cristo, y todo lo que es santo lo es en Cristo: “La santidad de Dios se comunica y se revela al mundo a través de Cristo. Si hemos de ser santos, Cristo debe ser santo en nosotros. Si hemos de ser santos, Él debe ser nuestra santidad”[6]. Por Cristo se conoce, y de Él se recibe, la oculta santidad del Padre Eterno, de ahí que la “perfección cristiana” no sea meramente una aventura ética o un logro del que podamos gloriarnos. Es siempre un don de Dios, que lleva al alma a conocer de algún modo su misterio, un abismo de amor, a través del Hijo, por  medio del Espíritu. La santidad es Trinitaria.



[1] No creo sea casualidad  el hecho de que el capítulo sobre Cristo, camino,  ocupara el centro de  “Vida y santidad”, libro que tomamos aquí como referencia. Además, a lo largo de todos sus diarios Merton expresa un profundo amor por la persona de Jesús, que tiene como punto de partida su experiencia romana, narrada en M7C, 168-169: “Fue en Roma donde mi comprensión de Cristo se formó. Allí fue donde vi por primera vez a Quien ahora sirvo como a mi Dios y a mi Rey y que posee y gobierna mi vida”. Y luego añade: “Es el Cristo del Apocalipsis, el Cristo de los Mártires, el Cristo de los Padres. Es el Cristo de san Juan y de san Pablo, de san Agustín y san Jerónimo y de todos los Padres… y de los Padres del Desierto además. Es Cristo Dios, Cristo Rey, Él es imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. Él es también la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que él sea el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas. El Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama, nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Toda una profesión de fe y de discipulado.
[2] VS,  71.
[3] VS, 67.
[4] CEC, 158: “La conversión a Cristo no es simplemente la conversión desde las malas costumbres a las buenas costumbres, sino nova creatura, convertirse en un hombre totalmente nuevo en Cristo y en el Espíritu. Evidentemente, las obras y hábitos de hombre nuevo han de corresponder a su nuevo ser”. VS, 72. “Hemos de transformarnos primero interiormente en hombres nuevos, y luego actuar de acuerdo con el Espíritu que nos ha sido dado por Dios... Nuestra santidad ontológica es nuestra unión vital con el Espíritu Santo. Nuestro esfuerzo por obedecer al Espíritu Santo constituye nuestra bondad moral”.
[5] VS,  72.
[6] VS,  73.

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