“Enunciar como tarea fundamental para la teología
cristiana en nuestro tiempo la necesidad de darle una vuelta completa al modo
de concebir la relación de Dios con nosotros; visión no siempre del
todo consciente, pero profundamente instalada en el imaginario religioso. Se
impone, en efecto, una auténtica con-versión… que invierta todo el
movimiento de la vivencia y, de algún modo, ponga del revés el sentido de
muchos y decisivos conceptos teológicos. En realidad, se trata de algo que es
esencial por ser elemental: tomar en
serio la absoluta primacía del Dios que nos ha creado y nos está creando
por amor; única y exclusivamente por amor.
No
es verdad que «Dios está en el cielo y tú
en la tierra». Al contrario, Dios está siempre aquí entre nosotros: en el
hombre y en la mujer, en la tierra y en la historia. Está como iniciativa
absoluta, siempre en acto: como el que sostiene y promueve, salva y perdona,
llama y suplica. Y en Él y desde Él, el hombre y la mujer son, ante todo,
íntima y radical pasividad, como suscitados y convocados; también, desde luego,
activos en cuanto entregados a sí mismos; por tanto, activos sólo en cuanto
libertades finitas, siempre indecisas entre la respuesta y la pasividad, entre
la acogida y el rechazo, entre dejarse amar y salvar o cerrarse en la apatía y
perderse en el egoísmo. De suerte que el
movimiento fundamental, infalible y que no falla, es siempre el que va de
Dios al hombre. El que falla y puede dormirse es el otro
movimiento: el que va del hombre a Dios, quien por eso está continuamente
tratando de suscitarlo, solicitarlo y sostenerlo.
Basta
una mirada al mundo religioso real para ver que en estas afirmaciones no
se trata de una banalidad ni de una exageración, sino que constituyen una
alerta urgente y una llamada apremiante. Porque en la vivencia común y
concreta, en el modo de predicar, rezar o
celebrar la liturgia, e incluso en el modo de hacer teología, todo procede como
si nosotros, los humanos, fuésemos los activos y los preocupados, los que
tenemos que conquistar la salvación. Conquistarla ante un Dios «en
el cielo», que teóricamente nos ama, pero que en la efectividad vivencial
está más bien pasivo hasta que logramos moverle con nuestras súplicas,
conquistarle con nuestras obras y sacrificios, conseguir su perdón con nuestras
penitencias e incluso ablandarle con la ayuda de nuestros intercesores. Por eso
también manda y prohíbe, premia y castiga, reserva para sí un espacio de
nuestra vida -lo «sagrado»- y nos deja a nosotros el resto -lo «profano»”.
(“La teología
necesita pensar muy en serio el hecho de que la crisis que da origen a la
Modernidad consistió justamente en eso: en poner en cuestión, desde sus más
hondos fundamentos, todo el marco en que la experiencia cristiana se había
moldeado y configurado. Cuando Descartes se propuso «dudar de todo », no obedecía a un capricho, sino que constataba el
hecho de que todo un mundo cultural se había venido abajo y que era preciso
reconstruirlo desde la base. La crisis del cristianismo en el mundo moderno
se debe fundamentalmente al desajuste producido por ese derrumbamiento, y el
mismo Vaticano II reconoce que los creyentes tenemos una «parte no pequeña» de
culpa nada menos que en el nacimiento del ateísmo, justo por no haber adecuado
la forma de la fe a la nueva situación”.)
(Notas tomadas de "Fin del cristianismo premoderno", de Andrés TORRES QUEIRUGA, Sal Terrae)