“Supongamos
que el mensaje de un supuesto contemplativo a un supuesto hombre del mundo
sea
parecido a este:
Querido
hermano: ¿puedo decirte que he encontrado respuestas a las preguntas que
atormentan a los hombres de nuestro tiempo? Yo no sé si he encontrado
respuestas. Cuando me hice monje, sí, estaba más seguro de las ‘respuestas’.
Pero a medida que envejezco en la vida monástica y me adentro más en la
soledad, tomo conciencia de que sólo he empezado a buscar las preguntas. ¿Y
cuáles son las preguntas? ¿Puede el ser humano encontrar sentido a su
existencia? ¿Puede el ser humano honestamente dar sentido a su vida limitándose
a adoptar un cierto conjunto de explicaciones que pretenden decirle por qué
empezó el mundo y dónde terminará, por qué existe el mal y qué se necesita para
una vida buena?. Hermano, quizás en mi soledad me he convertido, por decirlo
así, en un explorador para ti, en un buscador de ámbitos que tú no eres capaz
de visitar -excepto, tal vez, en compañía del psiquiatra-. He sido llamado a
explorar un área desierta del corazón humano donde las explicaciones ya no son
suficientes, y donde uno aprende que lo único que cuenta es la experiencia. Una
región árida, rocosa y oscura del alma, a veces iluminada por extraños fuegos
que los hombres temen, y poblada por espectros que los hombres evitan
cuidadosamente, excepto en las pesadillas. Y en esta área he aprendido que uno
no puede conocer verdaderamente la esperanza si no ha descubierto cuánto se
parece a la desesperanza. El lenguaje del cristianismo ha dicho esto durante
siglos con otras palabras menos desnudas”.
THOMAS
MERTON.
(tomado de “El Libro de las Horas”. Sal Terrae)