El hombre es un ser múltiple, que cambia. No le ha sido concedido ni atribuido permanecer siempre idéntico. Por eso es difícil de decir quién y qué es realmente. Hay muchas cosas de las que posiblemente no le gusta hablar. Huye de sí mismo. Lo consigue, porque para reflexionar en sí mismo y hablar de sí mismo hace falta tiempo y no estar continuamente ocupado. Uno de los elementos que constituyen lo que el hombre es, es lo indecible; y por eso permanece mudo.
¿Qué aspecto tendría la imagen del hombre que mostrase precisamente aquello que el hombre es, pero que ni quiere con tesarse a sí mismo que lo es ni está dispuesto a serio?
1. Tendría que ser la imagen del hombre que está para morir. Porque no queremos morir y, sin embargo, estamos tan entregados a la muerte que ésta lo domina ya todo en la vida como un poder siniestro.
2. Ese moribundo debería estar colgado entre el cielo y la tierra. Porque en ninguno de los dos sitios nos encontramos plenamente como en nuestra casa: porque el cielo está lejos, y la tierra no nos resulta una patria agradable.
3. Ese moribundo debería estar solo. Porque cuando se trata de dar el último paso tenemos la impresión de que los demás se despiden de nosotros con perplejidad y recato -incapaces de solucionar su propio problema- y nos dejan solos.
4. Ese hombre de la imagen debería estar empalado entre una vertical y una horizontal. Porque la intersección de la horizontal, que todo lo quiere abarcar en la anchura, con la vertical, que exclusivamente tiende en su verticalidad a la unidad única, corta el centro del corazón humano y lo destroza.
5. Ese moribundo debería estar bien clavado. Porque nuestra libertad en este mundo desemboca necesariamente en la necesidad de la miseria. Debería tener un corazón traspasado. Porque al final todo se transforma en una lanza que hace correr hasta la última gota de la sangre de nuestro corazón.
6. Debería llevar sobre sí una corona de espinas. Porque los últimos dolores vienen del espíritu, no del cuerpo. Y dado que, en definitiva, todos los hombres son como es ese hombre, ese solitario debería estar rodeado de las imágenes de sus semejantes, que son exactamente iguales que él. A uno de ellos se le podría pintar como lleno de esperanza, y al otro como lleno de desesperación. Porque nunca acabamos de saber si al morir prevalece en nuestro corazón la desesperación o la esperanza.
Con eso la imagen quedaría prácticamente terminada. No mostraría todo lo que hay en el hombre, pero sí todo aquello que es preciso que nos muestre, porque estamos empeñados en no verlo -la misma desesperación no es más que una forma de no querer ver. Todo lo demás, que también somos, no es preciso que nos lo muestren, porque lo conocemos amplia y sobradamente con alegría. Lo que esa imagen nos muestra de nosotros mismos nos plantea un problema, y es el problema mismo sobre nosotros mismos, que por nosotros solos somos incapaces de resolver.
Esa imagen de nosotros mismos, que no nos hace ninguna gracia, nos la ha puesto Dios ante nuestros ojos en el Viernes Santo de su Hijo. Momentos antes de que se levantase esa imagen para que la viéramos, hubo uno que dijo: «Mirad al hombre» (Jn 19,5). [...]
Al haber propuesto Dios de esta forma ante nuestros ojos la imagen según la cual hemos sido creados, ya no nos vemos obligados al contemplarla a considerar únicamente la cuestionabilidad de nuestra propia existencia. Dios, al forzarnos a hacernos la pregunta que somos nosotros mismos, nos da también la respuesta a esa pregunta. Solamente nos ha encontrado a nosotros, que somos la pregunta, en el juego incomprensible de su amor, porque sabe la respuesta. Y al haberse hecho hombre su misma palabra eterna, y al haber muerto ese hombre en la cruz de nuestra existencia, nos ha dado la respuesta y nos ha comunicado valor para contemplar la imagen de nosotros mismos, que se nos ocultaba, para colgarla en nuestros aposentos, para colocarla en nuestros caminos y para ponerla sobre nuestras sepulturas. [...]
Porque somos de la misma madera que él, y porque también nosotros podemos morir ya nuestra muerte en plena vida, podemos no sólo entender su destino desde fuera, sino también participar de él internamente. Por la fe percibimos que su descenso a la impotencia del ser hombre ha santificado todas las horas del Sábado Santo de nuestra vida. Dejados a nosotros mismos, todo se habría reducido a un simple y solitario quedar expuestos a las tinieblas y al vacío de la muerte. Pero por el hecho de que El participó de nuestro destino y nos redimió por ello, ese Sábado Santo en su oscuridad nos trae la luz de la vida. Desde el momento en que él descendió a las profundidades sin fondo y sin base del mundo, ya no existen más abismos de la existencia en los que el hombre quede abandonado. Hay uno que ha ido por delante y lo ha sufrido todo para victoria nuestra. En el fondo de todas las caídas puede uno ya encontrar la vida eterna. «El que descendió es también el que subió sobre todos los cielos para llenar el universo» (Ef 4,10).
KARL RAHNER
- Escritos de Teología, VII, 150-152; 174-175
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