La identidad personal, la que se va creando a lo largo de los años, no es un mero precipitado de las identificaciones llevadas a cabo previamente. Como muy bien señala E. Erikson la identidad no es una mera suma de las diferentes formas de identificación, sino que constituye una síntesis dinámica resultante de un proceso de asimilación y de rechazo de estas identificaciones previas y de la interacción entre el desarrollo personal y las influencias sociales.
La identidad, además, en tanto que proceso vivo y siempre inacabado, no se constituye desde una plena pasividad por parte del sujeto. Cuenta también como factor esencial la propia decisión en ir dando forma y estilo, “estilo personal” a ese material que la vida ha ido configurando en cada uno. Construcción de sí mismo, pues, en la que articulamos nuestro querer, nuestra decisión y nuestra aspiración ideal con lo que a través de los otros se fue sedimentando en nuestro interior. Es la firma personal con la que rubricamos las identificaciones que se fueron haciendo en nosotros o, también, la firma que negamos, con mayor o menor éxito, a aquellas otras que en el pasado se fueron llevando a cabo en nuestra dinámica personal. Finalmente, la identidad nos posibilita decir y decirnos a nosotros mismos “soy yo”, diferenciarnos de los otros y narrarnos, contarnos, ante ese otro para ser por él reconocidos y comprendidos. De ese modo, la identidad se presenta también como un campo de fuerzas, de luchas, a veces de conflictos, en los que se va trenzando el carácter con la disciplina. Un proceso vivo que no se ve nunca concluido sino con la propia muerte. Tan sólo con ella lograríamos llegar a la perfecta y acabada identidad. Místicos y profetas fueron ambos testigos privilegiados de estos modos de construcción personal y reveladores, cada uno a su manera, de dos dimensiones básicas de la identidad religiosa.
El corte del cordón umbilical nos convirtió a todos en “seres separados”. Aquella separación física, biológica que tuvo lugar el mismo día de nuestro nacimiento, necesitará, sin embargo, de unos largos y complejos procesos psíquicos para llegar a ser integrada, garantizando así nuestra constitución como sujetos, seres con una identidad propia y específica en cada uno. Nunca, sin embargo, ni siquiera mediante el acceso al nivel de lo simbólico, de la cultura y del lenguaje, esa separación llegará a eliminar la sed de los orígenes, en la búsqueda de un encuentro que venga a satisfacer unos primitivos deseos de unión fusiona1. Somos así, seres separados, en una perpetua búsqueda de unión que, últimamente, remite a la primitiva y ya por siempre imposible fusión de los orígenes.
La búsqueda no tiene por qué excluir lo que la vida -¿la Providencia?- nos ofrece. El sacerdote, el místico, o el profeta, pues, y el monje, no es alguien que queda englobado en el grupo de los "suyos" sin más; él también debe pronunciar una palabra de respuesta personal que a veces, muy a su pesar, debe asumir con toda responsabilidad y así realiza su propia identidad.
Merton quiso transmitirnos una palabra, posiblemente: por su conversión había superado el pecado de egoísmo, se había “separado” del pecado; pero le quedaba aún descubrir el amor puro sin pecado, el retorno a la identidad del hombre en el Edén. Aún miraba a la mujer con miedo “y sintiendo vergüenza”. Y eso es lo que quiso superar desde su ser de monje y de sacerdote.
En mi opinión, el breve pero intenso "flechazo" de Merton dos años antes de su muerte, lejos de ser un fallo, un escape del mundo de la gracia, fue su última tarea, su última operación, para conducirle a la integración final de su ser. El tomó esta paradoja en el centro de su propio corazón y escribió: " Tal vez yo nunca llegue a entender realmente sobre la tierra qué relación tiene este amor con mi vida solitaria. Yo no puedo ponerlo como centro de mi soledad, pero ciertamente, tampoco en la periferia". No dudo de que Dios le guiara a través de esa aventura, para conducirlo a su verdadera identidad y plenitud humana y atraerlo más hacia Sí. Como él mismo había escrito en un libro de su juventud religiosa, "Semillas de contemplación", hasta nuestros propios errores, son más elocuentes de lo que pensamos.
María Luisa López Laguna, rcm.
Universidad de Eichi,
Kobe (Japón
6 comentarios:
“Vamos a ver…”, como dice Pablo en una de sus canciones, partamos de un hecho indiscutible: cada ser humano tiene el legítimo derecho de contar su historia cómo le plazca, con la única limitación de no vulnerar derechos fundamentales de otras personas.
Si el que escribe su propia historia es inteligente, y además artista, obviamente el resultado será una creación en consecuencia. Y Merton escribió su tema amoroso con mucho arte y maestría, e inteligencia. Escribe con arte y maestría lo que le conviene y quiere contar. Primero para auto convencerse y auto justificarse por la decisión que tomó con Margie. Y, segundo, para convencer y justificarse ante los demás. Y utiliza las herramientas literarias, poéticas y espirituales religiosas más oportunas. Es una actitud humana, que no podemos ni debemos juzgar, ni mucho menos condenar.
Pero comprender, no juzgar ni condenar, no significa que no seamos capaces de ir más allá de todos los “ropajes” con que Merton viste a su historia. Creo que ser realistas es importante y positivo. Y creo que es bueno que despojemos esta historia de toda la “vestimenta” poético, literaria, espiritual, para dejar la verdad desnuda. Como dice Cernuda “derribemos todos los muros y dejemos la verdad erguida en medio…”.
No nos equivoquemos, a Merton le sucedió lo que nos sucede a tantos y tantas en un momento u otro de la vida, ante una circunstancia nueva y diferente que nos exige valor, valentía y un cambio radical de rumbo: vértigo ante el vacío, miedos… Merton disfrutaba de unas seguridades y comodidades que le ofrecía la estructura para la que trabajaba (un ministerio en una orden religiosa). Por las especiales circunstancias de Merton (reconocimiento social, en el ámbito literario, poético y espiritual), podía disfrutar de su vida como monje y sacerdote con unas libertades y ventajas de las que no disfrutan ni todos los monjes ni todos los sacerdotes.
Renunciar a todas esas ventajas y comodidades para lanzarse a compartir su vida con Margie le suponía afrontar una serie de desafíos y retos: laborales y económicos, pero también emocionales. Eso sin contar las presiones de su entorno. Hizo balance y eligió. Lo que nos cuenta y la forma en cómo lo cuenta es otra historia…Como dice Borges, “la vida es una sucesión de cuentos, con cuentos nacemos y con cuentos morimos, pero por favor no me contéis más cuentos…”.
Me reitero en que esta es una interpretación institucionalista del amor y la ruptura de Merton con Margie, y además a partir de una sola versión, la que Merton quiso ofrecer. Y no me parece honesto que un asunto tan íntimo sea interpretado interesadamente por funcionarios de una institución.
Me parecen impúdicas estas interpretaciones, y las que se han hecho y hacen de tantos otros casos similares. Y me parece triste que gente etiquetada como laica o seglar llegue a unas conclusiones parecidas, que responden sin duda a la cosecha de la siembra doctrinal con que el magisterio, bajo la máscara de espiritualidad, ha poblado la conciencia de esas personas.
Y no perdamos de vista algo también importante: la fecha de nacimiento y muerte de Merton. Por muy maestro y profético que pueda ser en algunos temas, Merton no deja de estar inscrito en una época, en un contexto socio político religioso y cultural. Sólo Dios Es fuera de espacio y tiempo. ¿Merton hubiera procedido igual hoy? ¿?¿?
Ya va siendo hora de abandonar el “recetario” impartido en los seminarios. Seamos racionales, maduros, honestos y coherentes. Los sacerdotes que por amor a una mujer deciden dejan de ser funcionarios oficiales de la institución católica romana, no lo hacen dejándose llevar por ninguna debilidad ni deslealtad, sino dando ejemplo de una gran fortaleza. Hay que ser fuertes para superar toda una serie de presiones: conciencia, amigos, familia, superiores, sociedad. Presiones que son más duras cuanta más edad tengan esos hombres. Más presionados además si se tiene en cuenta que en ambientes cercanos a la iglesia, se les considera hombres “escogidos”, “llamados”, “consagrados”, comprometidos in aeternum, y así los imagina la mayoría de la gente, y así se llegan a imaginar ellos mismos. Claro, para los que piensan de ese modo, si cambian de “oficio” caen en una traición al destino divino. Afrontar todo eso supone una gran fortaleza, contar con una auténtica gracia de Dios. Quizá por todo eso, y por algunas razones más, me decepcione Merton en este tema de su relación con Margie. Hasta los maestros tienen sus “peros” y “pegas”.
A estas alturas, en esta hora de la cultura y la historia, me parece indefendible, irreal, pura ciencia-ficción o mitología, que para amar más a Dios, para ser más auténticos con su identidad, haya que amar más o menos, de una forma u otra, a una mujer. ¿En qué Dios estamos pensando?
Los sacerdotes que obedeciendo a los impulsos y al sacramento de su corazón, por encima del ministerio eclesiástico, se han casado con las mujeres que aman son muy honestos y muy valientes. Se enamoraron de unas mujeres con las que decidieron compartir sus vidas. Esto les llevó a vivir como personas normales de la calle, desde la condición común a todos los ciudadanos rompiendo con su anterior situación en una iglesia de dos clases: clérigos y laicos. Su púlpito, su estatus, su rol y sus seguridades desaparecieron, pero su nueva vida les ha facilitado sintonizar con muchos creyentes y no creyentes, con comunidades de a pie, que también andan a la búsqueda de cauces para vivir su fe y sentido de vida desde la complejidad del mundo actual.
Por otro lado, no es difícil comprender la tragedia moral que viven las compañeras de los sacerdotes que quedan abandonadas al cabo de meses o incluso de años de convivencia. Teniendo que oír razones que hacen uso y abuso de Dios y de su pretendida llamada exclusivista.
Manuel, esta es la situación real que viven las mujeres que aman y son amadas por un sacerdote. Podemos asegurar que ese amor no es nunca para nosotras ni un privilegio ni una joya. Lo que llevamos es dolor, mucho sufrimiento y angustia: tanto en las que son abandonadas “en nombre de la llamada de un Dios” (que, desde luego, no es el de Jesús), como en aquellas que deben apartarse de su amor, por ser incapaces de superar todo el peso y la opresión que caería sobre sus conciencias si optasen por compartir su vida con el hombre al que aman con toda su alma, porque eso conllevaría “apartarlo” de la “santidad de los elegidos”.
Te agradeceríamos que publicases en tu blog esta carta, enviada al papa Benedicto XVI el día 17 de mayo de 2011. Creemos que serviría para entender algunas cuestiones.
Y, por favor, dejad de pedirnos siempre a las mujeres que aceptemos, renunciemos, nos sacrifiquemos, asumamos, entendamos…ser apartadas y marginadas, en cualquiera de sus formas, por la Iglesia católica.
Nuestro agradecimiento y bendiciones siempre.
Al Papa Benedicto XVI:
Quién escribe es un grupo de mujeres que han vivido o viven todavía ahora la experiencia de una relación con un sacerdote o un religioso. Estamos acostumbradas a vivir en el anonimato esos pocos momentos que el sacerdote logra otorgarnos y vivimos diariamente las dudas, los temores y las inseguridades de nuestros hombres, supliendo sus carencias efectivas y sufriendo las consecuencias de la obligación al celibato.
La nuestra es una voz que ya no puede seguir siendo ignorada, a partir del momento en que escuchamos que se reafirma la sacralidad de lo que no tiene nada de sagrado, de una ley que se conserva sin atender a los derechos fundamentales de las personas. Nos hiere el desprecio con que desde hace siglos y en declaraciones recientes se trata de silenciar el grito de hombres y mujeres que sufren en el sudario ya rasgado del celibato obligatorio.
Intentamos reafirmar –aunque ya gran parte de los cristianos lo sepa– que esta disciplina no tiene nada a que ver ni con las escrituras en general, ni con los Evangelios en particular, ni con Jesús, que de ello jamás habló.
Todo lo contrario. En cuanto podemos saber, a Él le gustaba rodearse de discípulos, casi todos casados, y de mujeres.
Son bien sabidas comúnmente las razones que, con el tiempo, impulsaron a la jerarquía eclesiástica a introducir esta disciplina en el mismo sistema jurídico canónico: el interés y la conveniencia económica. Después, a lo largo de los siglos, todo ha sido adobado con una cierta dosis de misoginia y de hostilidad hacia el cuerpo, las pulsiones psicológicas y sus exigencias primarias.
Es por tanto una ley “humana”, en el sentido amplio del término. Y hay que partir de esta evidencia, para preguntarse si, como en todas las leyes humanas, en un cierto momento histórico, no será necesario volverla a plantear y modificar o incluso, cómo deseamos, a eliminarla del todo.
Para hacer esto, es necesaria mucha humildad y mucho valor para desligarse de las lógicas del poder y descender con sinceridad al mundo de los hombres al que, guste o no, también pertenece el sacerdote.
Citamos a Eugen Drewermann (“Clérigos. Psicodrama de un ideal”, Trotta, 1995).
“Se neutraliza toda la esfera de los sentimientos humanos a favor de la decisión del poder. De todo la gama de posibles relaciones humanas sobrevive sólo un tipo de relación: la que corresponde al orden y la sumisión, el ritual del amo y el siervo, la abstracción y la reducción de la vida al formalismo de la observancia de determinadas instrucciones”.
No es un asunto de tener más tiempo para dedicarlo a los otros, como expresa la más repetida entre las innumerables frases que utilizan los que afirman que el clérigo no debe y no puede tener una compañera, sino más bien el rechazo de la idea de que él pueda disfrutar de una presencia sentimental más íntima y personal.
De hecho, continúa Drewermann:
“La identificación obligatoria con el papel profesional no le permite vivir como persona y no le queda otra posibilidad que fingir el calor humano, la cercanía emocional, la comprensión pastoral, la empatía, haciendo simulaciones, en vez de vivirlo de manera auténtica”.
Según esta visión institucionalizada, el sacerdote se realiza en su ministerio, a través del orden sagrado, sólo como soltero y para toda la vida. Pero la decisión presumiblemente libre de un joven, entusiasta de la gran propuesta que piensa haber recibido, no presupone que su profunda adhesión al mensaje de Jesús no pueda crecer, madurar, cambiar e incluso se exprese mejor, en un cierto punto, a través de un presbiterado casado.
Simplemente es esto lo que sucede, lo que no se está en condiciones de ver ni de valorar plenamente.
Una elección de este tipo no puede ser inmutable, y no se trata ni de una traición ni, mucho menos, de una caída o una infracción, porque el amor no va en contra del amor. Y el sacerdote, como cualquier ser humano, tiene necesidad de vivir con sus semejantes, de experimentar sentimientos, de amar y de ser amado y también de confrontarse profundamente con el otro, cosa que difícilmente está dispuesto a hacer por el temor de exponerse al peligro.
Esto es lo que estamos viviendo. Y como si este sistema eclesiástico, con sus reglas, lograra aprisionar la parte más sana de todos nosotros.
¿Qué sucede, de hecho, si el sacerdote se enamora? Puede escoger:
1. Sacrificar las propias exigencias y los propios sentimientos, así como los de la mujer, a favor de un “bien más grande” (¿cuál?)
2. Vivir la historia en clandestinidad, con la ayuda y la complicidad de los mismos superiores a veces; es suficiente que no se llegue a saber y que no se dejen vestigios (es decir, hijos)
3. Colgar la sotana, expresión usual que define la elección de alguien que no puede más, es decir, de un traidor.
Cada una de estas opciones les provoca un dolor grande a las personas implicadas, que, vayan las cosas como vayan, tienen mucho que perder.
¿Y cuáles son las opciones de la mujer?
1. Inmolar las propias exigencias y los propios sentimientos a favor de “un bien más grande” (en este caso, el bien del sacerdote)
2. Aceptar vivir la historia en secreto, pasando el resto de su vida a la espera de que el sacerdote pueda dedicarle algún pellizco de su tiempo, momentos robados, sacrificando el sueño de una historia junto a un hombre “normal”
3. Soportar el peso de quien obligó al sacerdote a “colgar la sotana”, aparte de compartir el peso de su presunto “fracaso”. Un sacerdote que se sale es considerado como “quien no logró llevar adelante la gran renuncia necesaria”, y por lo tanto es de algún modo marginado. Y esto es una cosa difícil de soportar, para alguien que está convencido de ser “un escogido, uno que recibió una llamada especial”, un alter Christus, que con un gesto y unas palabras consagra, transforma la naturaleza de las cosas… perdona y salva.
¿Es posible renunciar a todo esto? ¿Y para qué? Para una vida normal de la pareja, que suena a asunto banal en comparación con los poderes que el “funcionario de Dios” puede ejercer a través del orden sagrado.
Y, sin embargo, una de las frases más recurrente de los sacerdotes a sus “compañeras”, lo resume en pocas palabras: “te necesito para ser lo que soy“, es decir, un sacerdote.
¡No se asombre, Santidad! Para lograr ser testigos efectivos de la necesidad del amor tienen necesidad de personificarlo y vivirlo plenamente, de la forma que su naturaleza lo exige. ¿Es una naturaleza enferma? ¿Trasgresora?
Si se entiende bien, esta expresión manifiesta la urgencia de ser también parte de un mundo a dos, de poder ejercitar ese derecho natural y fundamental de quien a menudo la iglesia institucional habla en solemnísimas encíclicas, reservado por supuesto únicamente a los laicos, y negado a los clérigos, que llegan a ser tan sobrenaturales, tan separados de todos los otros, que no logran ni distinguir lo que les rodea.
¿Pero es posible que Usted no logre ver que el sacerdote es un ser dolorosamente solo? Tiene un montón de cosas que hacer, que le llenan el día y le vacían el corazón. A menudo ni se da cuenta de ello, aprisionado como está de las liturgias y de los deberes de su oficio.
Y puede suceder que entre sus conocidos haya una persona especial que parece, ya desde la primera mirada, hecha expresamente para calentarle el corazón, completando y enriqueciendo también el ministerio. Y esto es simplemente lo que sucede frecuentemente.
Pero la disciplina eclesiástica le dice “No, tú has sido escogido para algo mucho más grande”. Y se siente culpable, porque no es capaz de imaginar algo más grande de lo que está experimentando. Y se fía de la obediencia que ha prometido, pensando que representa la voluntad de Dios, su plan para él y para los que son como él. El heroico célibe vuelve por lo tanto al estrado de una institución que lo pretende así y que incluso ha dispuesto ya una promoción a cambio de la necesaria separación.
¿Y toda esta ruina en nombre de qué amor?
Lo que hace ocultar, lo que hace renunciar, lo que hace mal, no es el amor del Padre. Citamos finalmente una conclusión de Drewermann:
“El Dios de quien hablaba Jesús quiere precisamente lo que la Iglesia católica hoy teme más que nada: una vida humana libre, feliz y madura, que no nace de la angustia, sino de la confianza obediente y que es liberado de las limitaciones de la tiranía de una teología tradicional que prefiere buscar la verdad de Dios en las escrituras sagradas antes que en la santidad de la vida humana”.
Gracias Cor ad Cor por tus palabras...me han llegado al corazón. Yo también me "marché"...y a pesar de todos los obstáculos, sentí que era más fiel a Dios iniciando una vida con la persona que Él puso en mi camino. Lo fácil es "quedarse" y "machacar" tu corazón...sólo Dios sabe las soledades de tantos y tantas que siguen "dentro"...Sé de quién me he fiado y sigo caminando junto a mi esposo en la búsqueda y el rastro del Espíritu.
No he renunciado a Él, nunca lo hice, sólo cambié las mediaciones. Tal vez Merton tenía mucho que perder...fama, prestigio, sus referencias vitales...pero ciertamente no hay que ponderar su actitud,sólo comprender la fragilidad humana y el peso de las "cargas" que los hombres ponemos en nombre de Dios. Y como tú muy bien dices me sobrecoge la situación de Margie, y de muchas como ella, su dolor, abandono y sensación de culpabilidad, como si el amor entre dos personas no fuera en Dios, desde Dios y para Dios...tenemos tanto que aprender, tanto que evolucionar. Muchas gracias, de todo corazón.
Publicar un comentario