"Cuando yo volé de Nicaragua a Estados Unidos para ingresar al monasterio trapense de Gethsemani, Kentucky, iba conmigo en el avión un tío mío; él bajó en El Salvador para cambiar de avión, y cuando yo me despedí de él me despedí de lo último que me ligaba con el mundo, y ya quedé a solas con Dios. Yo escribí pocos días después desde el monasterio a mis papás y hermanos: “¡No pueden imaginarse qué viaje más feliz! Hagan de cuenta exactamente un viaje de bodas”. Al bajarse mi tío Alejandro sentí que Dios me decía: “Bueno ya estamos solos, veniste a buscarme y aquí me tienes”. Fue como si de pronto ya todo el universo se me llenara de Dios. El vuelo fue lindísimo. El Caribe estaba calmo como una laguna. A veces se veían bancos de corales sumergidos, misteriosísimos, de un verde claro muy diferenciados en medio del azul del mar. Hicimos escala en La Habana, y antes de llegar a ella el campo de Cuba a la luz del atardecer también me pareció maravilloso. La creación entera me parecía gritar a Dios; el amor y la belleza de Dios. (Era aún la Cuba de Batista en aquel 1957; una prima me había contado que en unas montañas se había levantado en armas un joven muy popular). Y llegué a Miami. Aquel viaje lo quedé recordando para siempre como una cosa de sueño o alucinación, como un verdadero viaje al cielo, más que un vuelo rutinario de la Panamerican. En el Aeropuerto de Miami esperé casi toda la noche, hasta las dos de la mañana. Quería leer pero estaba tan feliz que apenas podía concentrarme en la lectura. En el aeropuerto las muchachas circulaban en shorts, lo que para un latinoamericano era novedoso. Una gran cantidad de anuncios y letreros para mí no tenían sentido y eran como cosa de locura: “Beba...” “Fume...” “Compre...” Coma...”. Visitar tal sitio, alquilar un auto, llevarse un yate. Entre los libros de bolsillo que vendían vi uno que era una guía para reconocer pájaros y no sé por qué lo compré. Hasta después sabría la gran utilidad que para mí iba a tener ese libro. Como tenía tanto tiempo que esperar salí a caminar en los alrededores del aeropuerto. Algo me divirtió y me sorprendió porque no lo esperaba encontrar en Estados Unidos: los cocoteros, los bananos, el bambú. Había rincones cerca del aeropuerto que a la luz de la luna parecía que uno no estuviera en los Estados Unidos sino en el río San Juan de Nicaragua o en lo que entonces era un territorio en litigio, casi despoblado, entre Nicaragua y Honduras. Creí que yo ya me había despedido de la vegetación amada de mi país y Dios se rió y me la vuelve a poner en los Estados Unidos. Parecía como que Él hubiera hecho que entrara por Miami para que me diera cuenta qué cerca están los Estados Unidos y Nicaragua, y que Estados Unidos es también un país del Caribe, y que no debía considerarlo ahora como tierra extraña —porque mi sentimiento había sido como que me iba al destierro— sino como mi misma patria. Fue entonces que recapacité en una frase que me había dicho el oficial de migración al recibir mis papeles de inmigrante —sólo en esa calidad podía entrar al monasterio porque era para vivir toda la vida— y a la que antes no presté atención: Welcome to the United States, sir!. Comprendí entonces que era Dios el que me había dado la bienvenida a los Estados Unidos, mi nueva patria. En el siguiente vuelo me tocó el amanecer sobre Kentucky. El avión iba volando bajo porque es una tierra llana, y con la salida del sol todo el estado se veía muy alegre, verde como un campo de golf. Me pareció como si los grandes llanos de Teotecacinte junto a las selvas que entonces eran el territorio en litigio con Honduras se hubieran llenado de carreteras y ferrocarriles y puentes y fábricas y pueblitos y ciudades. Yo ya sabía por experiencia que todo lo que tenía el capricho de pedirle a Dios me lo daba; y tuve un gran capricho, y fue el pedirle ver el monasterio desde el avión, y lo vi: el conjunto de edificios grandes y otras diversas instalaciones, la iglesia de estilo gótico, la muralla de la clausura como de una fortaleza medioeval —lo que yo conocía ya por las fotografías, y después que llegué a él confirmé que en efecto era el monasterio. Aterrizamos en Louisville, Kentucky, y allí tomé un bus de la Greyhound que salía después del mediodía hacia el pueblito vecino al monasterio. Debo confesar que en esta última etapa del viaje iba ligeramente nervioso. Me preguntaba si no estuviera haciendo una locura, pero también pensaba que yo ya estaba embarcado en esa aventura y que dichosamente ya era tarde para volver atrás. Me tranquilizaba la certeza de que Dios me llevaba de la mano y El sabía a dónde iba. Pero también me tranquilizaba el panorama que veía desde la ventanilla del bus. Era una tarde de primavera y todo lo veía muy alegre. En mi interior yo experimentaba la situación dramática de que ya dejaba el mundo y su civilización, pero la apariencia era de todo lo contrario; un viaje muy tranquilo como si yo fuera a un Country Club o un hotel de montaña: unos muchachos entrando a drug-stores con sus amigas, otro tirando con un rifle, otros llevando botes en trailers. Era como si Dios mudamente me estuviera diciendo con ese día de primavera: “No estés nervioso. ¿De qué te afliges? No te estás alejando de nada”. O como si yo hubiera preguntado cómo ascender al monte Calvario y un chofer de la Greyhound me hubiera dicho: “Móntese. Yo le aviso la parada”. Así fue exactamente: el chofer me hizo una seña en una parada que se llamaba New Haven. Una señora se acercó al bus a preguntar quiénes iban al monasterio. Ella era dueña de la farmacia que era al mismo tiempo la estación del bus, y me dijo que era la encargada de arreglar los viajes al monasterio. Allí esperé un poco. Entraron a la farmacia unas chavalas en shorts haciendo un gran alboroto, y cuando se fueron la señora me dijo: “Así son todo el tiempo. No saben más que rock and roll. Y no son ni siquiera inteligentes”. Llegó una señora joven que me llevó en auto al monasterio. La entrada era muy bella al fondo de una alameda de grandes árboles. La señora se despidió de mí en el portón cuando un hermano llegó a abrir, y entré a un jardín lleno de pájaros. Tras ese jardín había otro portón con un letrero grande que decía: GOD ALONE. Entré con cierto escalofrío. Era la casa de huéspedes, y me sorprendió la decoración que había: todo muy moderno, del mejor arte moderno, de gran simplicidad y elegancia; atractivos diseños en mesas, sillas, ceniceros y lámparas; y esculturas estilizadas algo semejantes a mis esculturas. Me pareció que esta vez Dios también se reía de mi miedo."
1 comentario:
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Manuel
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