“Mi padre y mi madre eran cautivos de este mundo, conscientes de que no vivían con él ni en él, y con todo incapaces de huir. Estaban en el mundo y no eran del mundo, no porque fueran santos, sino de un modo distinto: porque eran artistas. La integridad de un artista eleva a aun hombre por encima del nivel del mundo sin liberarlo de él.
Mi padre pintaba como Cézanne y comprendía el paisaje meridional francés como Cézanne lo comprendió. Su visión del mundo era sana, llena de equilibrio, de veneración por la estructura, por las relaciones entre las masas y las circunstancias que imprimen una personalidad individual a cada cosa creada. Su visión era religiosa y pura y, por consiguiente, sus pinturas no tenían decoración ni se prestaban al comentario superfluo, ya que un hombre religioso respeta el poder de la creación de Dios para dar testimonio de sí. Mi padre era un artista muy bueno.
Ni mi padre ni mi madre sufrían los mezquinos prejuicios fantásticos que corroen a las gentes que no saben más que de automóviles y de cine y de lo que hay en la nevera y en los periódicos y de qué vecinos van a divorciarse.
Heredé de mi padre su manera de mirar las cosas y algo de su integridad; y de mi madre algo de su insatisfacción por la confusión en que el mundo vive y un poco de su versatilidad. De ambos heredé facultades para el trabajo y visión y goce y expresión que debían haber hecho de mí una especie de rey, si los ideales por los que el mundo vive fueran los verdaderos. No siempre teníamos dinero; pero cualquier tonto sabe que no se necesita dinero para disfrutar de la vida.
Si lo que la mayoría de la gente da por sentado fuera realmente verdadero, si todo lo que se necesita para ser feliz fuese apoderarse de todo y verlo todo e investigar todas las experiencias y luego hablar de ello, yo habría sido una persona muy feliz, un millonario espiritual, desde la cuna hasta ahora.
Si la felicidad fuera simplemente una cuestión de dones naturales, nunca habría ingresado en un monasterio trapense cuando alcancé la edad de hombre”.
(Thomas Merton, “La montaña de los siete círculos”, páginas 9-11, Edhasa 2008)
1 comentario:
Bonita e interesante aproximación, la que hace Merton, a sus raíces familiares. También son sugerentes sus reflexiones sobre su particular experiencia de la felicidad. Siempre me resulta fascinante conocer los caminos tan distintos que cada ser humano encuentra y elige transitar para alcanzarla. Yo diría que hay determinados términos y conceptos, como “verdad” y “felicidad”, por ejemplo, que son inabarcables por límites y fronteras definicionales, que no admiten absolutos. Cada uno posee y experimenta sus personales parcelas de verdad y felicidad. No es posible la felicidad permanente y absoluta, pero sí podemos hacer de nuestra vida una larga suma de momentos felices.
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