“Cuando en 1538 Juan de Yepes conoció a santa Teresa, él tenía veintiséis años. Había estado cinco años en la Orden Carmelita, pero debido a que sus expectativas de una vida solitaria y contemplativa no iban a ser cumplimentadas bajo una regla atenuada, se estaba preparando para hacerse cartujo. Santa Teresa lo persuadió de que Dios tenía otros planes para él: no debía unirse a una de las órdenes monásticas donde la contemplación era ampliamente una cuestión de oración oral. Él no se había equivocado al hacerse carmelita: todo lo que precisaba hacer era volver al ideal carmelita original y hallaría una abundancia de oportunidades para la comunicación solitaria con Dios, junto con la mortificación que protege la “pureza del corazón” sin la cual ningún hombre puede “ver” a Dios.
A primera vista, el joven fraile carmelita no parecía el tipo de persona con quien se espera construir una orden completamente nueva. Media apenas 1, 55 metros. Tenía una actitud tímida, silenciosa, sensible y, lejos de ser comunicativo, a menudo quedaba tan abstraído que no advertía lo que los demás le decían. Sin embargo, Santa Teresa pronto descubrió que él poseía una sabiduría profunda nacida de la experiencia. Él era tan sensato como ella, y más todavía, tenía pasta de teólogo. Además, contaba con la energía y el coraje de ella, aunque él no estaba a tono con su pintoresco temperamento. Finalmente, como se verificó después, él era un poeta, uno de los más interesantes poetas en una época de genios. No obstante, esto sólo fue evidente más adelante.
El invierno de 1568-69 halló a los tres primeros frailes carmelitas viviendo en una pequeña casa de granja fuera de la aldea llamada Duruelo. Tenían pequeñas celdas en la buhardilla, y en sus horas de contemplación la nieve se filtraba por las resquebrajaduras de las tejas, durante el día predicaban por toda la campiña. Pronto se consolidaron las bases y la reforma tomó cuerpo. Pero bien antes de eso hubo que atravesar la prueba de un serio conflicto. Los inevitables celos de los miembros no reformados de una orden que atravesaba su reforma produjeron numerosos pretextos para entorpecer la obra de Santa Teresa. Como resultado de la tempestuosa elección conventual, Juan de la Cruz fue encarcelado en Toledo, donde fue bastante maltratado durante unos nueve meses. Sin embargo, en este período, escribió tres de sus más grandes poemas, que contenían la doctrina que más adelante se convertiría en tres tomos sobre la oración mística.
Tras una fuga de la prisión que en pocas palabras fue sensacional, San Juan de la Cruz retomó su reforma durante un breve pero fructífero período de trabajo y escritura, en el cual presidió otras nuevas fundaciones. A esta altura, la reforma estaba bastante bien establecida. En 1585, fue adoptado un nuevo sistema de gobierno para los Carmelitas Descalzos, y Juan de la Cruz fue nombrado como consultor del flamante consejo administrativo. El nuevo sistema no había sido diseñado por San Juan. Desde el fallecimiento de Teresa, en 1582, había surgido una nueva generación que comenzó a guiar la reforma según nuevos lineamientos. El espíritu que guió este nuevo despliegue era un banquero genovés converso, Nicolás Doria, que simplemente fue un hombre de acción. Era un asceta rígido y dominador con escaso aprecio por la contemplación, y una vez Santa Teresa comentó secamente a su respecto: “Hay ciertos tipos de santidad que yo no entiendo”.
Doria ya había sacado del medio a uno de los favoritos de Santa Teresa, Jerónimo Gracián. El turno de San Juan de la Cruz llegaría pronto. Tras cinco años como consultor, el santo fue súbitamente despojado de su cargo y destinado México. Pese a ello nunca salió de España. Su salud se deterioró por completo durante el verano de 1591. Fue hospitalizado en un convento cuyo prior disentía con él y no se abstuvo de recordarle el hecho diariamente. Falleció a finales de ese año. Fue canonizado en 1726 y declarado Doctor de la Iglesia 200 años más tarde”.
“Ascenso a la Verdad”, páginas 320-323
Thomas Merton
Ed. Lumen.
“Ascenso a la Verdad”, páginas 320-323
Thomas Merton
Ed. Lumen.
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