Algunas semanas después de mi visita al Hermitage en San Petersburgo, fui a El Arca de Daybreak, en Toronto, para vivir y trabajar como guía de la comunidad. Aunque me había tomado un año entero para clarificar mi vocación y para discernir si Dios me llamaba para llevar una vida dedicada a personas con enfermedades mentales, todavía me sentía inquieto y dudaba de mi capacidad de hacerlo bien. Nunca antes había prestado demasiada atención a la gente con enfermedades mentales. Todo lo contrario. Me había centrado cada vez más en los estudiantes universitarios y sus problemas. Había aprendido a dar conferencias y a escribir libros, a explicar las cosas sistemáticamente, a poner títulos y subtítulos, a discutir y a analizar. Así pues, tenía muy poca idea de cómo comunicarme con hombres y mujeres que casi no hablan y que, si lo hacen, no sienten ningún interés por los argumentos lógicos o las opiniones bien razonadas. Todavía sabía menos acerca de cómo anunciar el Evangelio de Jesús a personas que escuchaban más con el corazón que con la mente y que eran mucho más sensibles a cómo vivía yo que a mis palabras.
Llegué a Daybreak en agosto de 1986 con el convencimiento de que había hecho la elección correcta, pero con el corazón lleno de inquietud por lo que me esperaba. A pesar de todo estaba convencido de que, tras pasar más de veinte años en las aulas, había llegado la hora de confiar en que Dios ama a los pobres de espíritu de manera especial y en que, aunque yo tenía muy poco que ofrecerles, ellos tenían mucho que ofrecerme a mí.
Una de las primeras cosas que hice al llegar fue buscar el lugar adecuado para colocar mi reproducción de El Regreso del Hijo Pródigo. El lugar que me habían asignado para trabajar me pareció el ideal. Podía ver aquel misterioso abrazo de padre e hijo que se había convertido en una parte tan íntima de mi trayectoria espiritual desde cualquier sitio en que me sentara a leer, escribir o charlar con alguien.
Desde mi visita al Hermitage, me hice más y más consciente de las cuatro figuras, dos mujeres y dos hombres, que estaban de pie rodeando el espacio luminoso donde el padre daba la bienvenida a su hijo. Su forma de mirar te hacía preguntarte qué pensarían o sentirían sobre lo que estaban viendo. Aquellos mirones o espectadores daban pie a todo tipo de interpretaciones. Cuando reflexionaba sobre mi propio trabajo me hacía más y más consciente del largo tiempo en que había desempeñado el papel de espectador. Durante años había instruido a los estudiantes en los diferentes aspectos de la vida espiritual, tratando de ayudarles a ver la importancia de vivir todos ellos. Pero ¿me había atrevido a llegar al fondo de lo esencial, a arrodillarme y a dejarme abrazar por un Dios misericordioso?
El simple hecho de ser capaz de dar una opinión, de expresar un argumento, de defender una postura y de clarificar una visión me había dado, y todavía me da, una sensación de control. Y por lo general, me siento mucho más seguro experimentando una sensación de control sobre una situación indefinible, que arriesgándome a que sea la situación la que me controle.
Ciertamente había pasado muchas horas en oración, muchos días y meses de retiro y había tenido innumerables conversaciones con directores espirituales, pero jamás había abandonado completamente el papel de espectador. Aunque durante toda la vida había sentido el deseo de sentirme implicado desde dentro, elegía una y otra vez la postura del observador distante. A veces era una mirada curiosa, otras era una mirada celosa, otras era una mirada inquieta, y de vez en cuando era una mirada de amor. Pero dejar lo que de alguna forma era la postura segura del espectador crítico me parecía saltar a un territorio desconocido. Deseaba tanto controlar mi trayectoria espiritual, ser capaz de predecir al menos una parte del resultado, que renunciar a la seguridad del espectador a cambio de la vulnerabilidad del hijo que vuelve, me parecía casi imposile. Enseñar a los estudiantes, explicar las palabras y acciones de Jesús y mostrarles los distintos caminos espirituales que la gente ha elegido a lo largo de los tiempos, era como adoptar la postura de una de las cuatro figuras que rodeaban aquel abrazo divino. Las dos mujeres de pie a diferentes distancias detrás del padre, el hombre sentado con la mirada perdida en el vacío, y el otro alto, de pie, erguido, contemplando con mirada crítica el acontecimiento, todos ellos representan distintas formas de no compromiso. Vemos indiferencia, curiosidad, un soñar despierto, una observación atenta; alguno mira fijamente, otro contempla, otro observa sin fijar la mirada y otro simplemente mira; uno está de pie al fondo, otro se apoya en un arco, otro está sentado con los brazos cruzados o de pie con las manos juntas una sobre otra. Cada una de estas posturas me es muy familiar. Algunas son más cómodas que otras, pero todas ellas son formas de no comprometerse. (Continuará...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario