nuestros anhelos, y, en la medida en que los celebremos, adquieren una función
positiva. No necesitamos reprimir nuestras nostalgias, no necesitamos caer en la
decepción o en la resignación. Tampoco necesitamos describir nuestra vida con palabras
exageradas para evitar que el desengaño nos ahogue o para ocultarlo delante de los
demás. El que necesita describir siempre sus vicisitudes como algo extraordinario y
fuera de lo normal, ése, frecuentemente, no podrá enfrentarse con la realidad y tampoco
la aceptará. En el adviento nos enfrentamos con la realidad y, al mismo tiempo, con
nuestros anhelos, que desbordan la realidad de nuestra vida. Reconocemos que nuestra
nostalgia es tan grande que nada ni nadie podrá satisfacerla. Tampoco el éxito más
grande, ni la mejor calificación de un examen, ni las más hermosas vacaciones: nada
podrá saciar nuestras ansias.
Precisamente en este tipo de experiencias muy intensas se despierta en nosotros un
anhelo que espera mucho más que lo que el momento puede ofrecernos o una
exacerbación pueda brindarnos. Esto lo experimentamos en el encuentro con los demás.
Si amamos a una persona y en conversación con ella notamos una coincidencia o
correspondencia por la cual rozamos un secreto que nos desborda, entonces, juntamente
con la satisfacción, surgen nuevos anhelos. Cuando una persona querida nos obsequia
con la sensación de un sincero afecto o de una profunda protección, entonces
barruntamos al mismo tiempo una seguridad y un afecto que son aún más profundos que
lo que en ese momento recibimos. Irrumpe, despierta en nosotros, la nostalgia de una
seguridad definitiva, el anhelo de un dejarse caer totalmente en los brazos de otra
persona y de ser aceptado; de estar seguro, en casa, para siempre.
Toda vivencia profunda se desborda y suscita algo que sólo puede ser acallado y
colmado por Dios. El que quiere contentar sus anhelos por sí mismo necesita siempre
nuevos éxitos, siempre más placer, siempre más apego, más amor. Pero así abusa de sus
fuerzas y abusa también de los seres de quienes sueña recibir ese cariño, porque él
espera de una persona lo que en última instancia sólo Dios puede otorgar. Quiere tratar a
los hombres como si fueran dioses, perdiendo así la visión de una convivencia humana.
Si, por el contrario, en lugar de confiarnos a la nostalgia de los hombres nos entregamos
a Dios, entonces el anhelo nos da vida. Permanecemos despiertos, superamos nuestras
limitaciones y crecemos por encima de nuestra pequeñez.
En el Adviento deberíamos sentirnos reconfortados de todos nuestros desengaños.
Mi amigo, mi consorte, la comunidad o sociedad en la que vivo, todo es muy mediocre.
Yo había esperado más de ellos. Mi profesión no me llena, con tanta monotonía y
rutina. Sin embargo, en lugar de quejarse, debería decirme: está bien que así sea, que no
encuentre en ello mi último logro, que los hombres no llenen mis esperanzas, porque
esto me permite orientar hacia Dios mi nostalgia, esto me empuja hacia Él.
Si contemplo así mis desengaños, podré reconciliarme con la vulgaridad de mi
vida sin caer en la resignación, sino todo lo contrario; precisamente esa banalidad de mi
vida mantendrá despierto mi anhelo de Dios. Y así podré celebrar el Adviento,
esperando que el mismo Dios irrumpa en esta vida, entre en mi mediocridad y, de esta
forma, transforme todo.
Muchos no pueden soportar esta nostalgia y tiene que ahogarla, y así su anhelo se
pervierte y se convierte en adicción. Enferma, se vuelve drogadicto, porque no quiere
enfrentarse en su corazón con su propia nostalgia o no puede más. El miedo ante el
vació que la nostalgia nos revela llega a ser tan grande que hay que tapar semejante
agujero a toda costa, cueste lo que cueste. De lo contrario, se estaría inseguro en el
enfoque de la vida, que está completamente orientado a la satisfacción de los deseos de
aquí abajo. No se quiere mirar por encima del vallado de este mundo de puro miedo a
que la mirada pueda caer en un país que esté regado de leche y de miel, lo cual obligaría
a exiliarnos de nuestro propio territorio. Nos pasa lo mismo que a los enviados de Israel,
que se quedaron fascinados con la tierra prometida pero que, por miedo, describieron a
los hombres de ese país como enemigos gigantes porque no querían arriesgarse a salir
del entorno familiar". (Continuará...)
2 comentarios:
La frase “Prepararle el camino al Señor” creo que es el mejor resumen del espíritu de Adviento. Si Dios no llega a nosotros es porque se lo impedimos con nuestra actitud vital, que orienta su preocupación en otras direcciones: invertimos en valores materiales, elegimos la opción cómoda porque nos asusta el cambio, actuamos por convencionalismos sociales, falseamos nuestra vida y nuestros sentimientos por temor a las opiniones ajenas. Lo irónico y trágico es que, por perseguir utilidades, somos utilizados y usados, no amados.
No nos mueve ver el rostro de Dios en los pobres, en los marginados, en las víctimas de todo tipo de injustica, porque movernos por ellos no eleva nuestra renta, no incrementa el poder y la influencia, no nos hace obtener honores y prebendas. Nos hacemos expertos fabricantes de excusas para disculpar nuestra pasividad, nuestra inmunidad ante el sufrimiento ajeno. Acabamos así, siendo nosotros las primeras víctimas.
Ël viene, regalo de amor, pero nosotros no vamos. Como cualquier amor auténtico, nos llama a la plenitud, que es gozo, alegría, pasión, entusiasmo, vitalidad, ilusión. Pero nosotros nos empeñamos en seguir siendo esclavos.
(Disculpad la extensión de mis comentarios. Soy una persona entusiasmada por muchas cosas, una de ellas es la escritura).
Exquisito y sútil escrito el de este autor.....me viene ahora a la cabeza la expresión:
"La cabeza en el cielo, los pies en la tierra".
Un saludo.
Nieves, ( granada )
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