“Ayer, en Louisville, en la esquina de las calles Cuarta y Walnut, comprendí de pronto que yo amaba a todo el mundo y que nadie me era o podía ser totalmente extraño. Fue como si despertase de un sueño: el sueño de mi distanciamiento, de la vocación “especial” a ser diferente. Realmente mi vocación no me hace diferente al resto de los hombres ni me coloca en una categoría especial si no es de manera artificial, jurídicamente. Yo sigo siendo un miembro de la raza humana, y ningún otro destino es más glorioso para el hombre, si tenemos en cuenta que la Palabra se hizo carne, convirtiéndose también en miembro de la Raza Humana.
¡Gracias a Dios¡ ¡gracias a Dios¡ Yo soy un miembro más de la raza humana, como el resto de los seres humanos.¡Tengo la inmensa satisfacción de ser un hombre¡ ¡Como si los sinsabores de nuestra condición pudieran importar realmente cuando se ha tomado conciencia de quiénes y qué cosa somos, como si nosotros pudiéramos alguna vez empezar a comprender esto en la tierra”. (Diarios I)
Más adelante añadirá: “El querido “género” de los pecadores unidos y abrazados dentro de un solo corazón, una sola bondad, que es el Corazón y la Bondad de Cristo”. Todo lo demás en la vida y la obra escrita de Thomas Merton llevan este fundamento, esta honda experiencia espiritual que fuera creciendo dentro de él. Tan es así que ya en las páginas de su primer diario publicado afirmará: “Yo vine al monasterio para descubrir el lugar que me corresponde en el mundo, y si no consigo dar con ese puesto mío en el mundo estaré perdiendo el tiempo aquí”.
Este humanismo es el que comprende el ecumenismo como un camino hacia la plena comunión con todos los hombres; así, entiende que, “ser auténticamente católico implica ser capaz de sentir desde dentro los problemas y las alegrías de todo el mundo y ser todas las cosas para todos los hombres”. Su propósito, su meta, es por tanto “ver y abrazar a Dios en el mundo entero”; es decir, abarcar los extremos:
“Si soy capaz de unir en mí mismo, en mi propia vida espiritual, el pensamiento de oriente y de occidente… crearé en mí mismo una reunificación de la iglesia dividida y, de esa unidad en mi mismo, podrá derivarse la unidad externa y visible de la iglesia… hemos de dar cabida a ambos en nosotros mismos y trascenderlos a ambos en Cristo”.
Y luego, más adelante insiste en lo mismo al afirmar: “Ser capaz –en la medida de lo posible- de extender los brazos y abarcar todos los extremos y contenerlos en uno mismo sin confusión: sin eclecticismo, sin falso misticismo, sin experimentar divisiones interiores”.
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