“Ayer, miércoles de témporas, murió el hermano Gregory. Poco antes de Laudes supe que iba a encargarme del incensario. Como no sabía si bajarían el cadáver de la enfermería, después del capítulo, fui en busca del turíbulo, por si de improviso lo necesitaba. Pero no lo encontré. Los hermanos novicios lo tenían en el fregadero y uno de ellos estaba limpiándolo. Las cadenas estaban hechas una maraña. Procuré arreglarlas, con ayuda del hermano ayudante del maestro; por suerte, resultó que no había prisa alguna. El cadáver fue trasladado ya entrada la mañana.
Fui designado, con otro monje, para velar el cadáver de doce a doce y media, es decir, durante la hora de comer. Pasé, pues, un negro día de ayuno. Los dos que nos tenían que relevar llegaron con cinco o diez minutos de retraso, ahítos de comida. Nosotros dos corrimos al refectorio. Tan hambriento me hallaba, que estuve a punto de querer pasar a través de la pared, en lugar de buscar la puerta.
Y así transcurrió el día.
El hermano Gregory era un anciano lleno de santidad, y en sus últimos años cuanto hacía le costaba tanto esfuerzo que parecía deshacerse materialmente cada vez que se esforzaba en seguir las estaciones del Calvario, cuando iba de un lado a otro en el coro o cuando subía los peldaños del altar para recibir la comunión. Tenía la nariz grande y ganchuda, y andaba completamente encorvado, pero no aceptó la ayuda de un bastón.
Pregunté al padre abad acerca de las causas de la santidad del hermano Gregory. Yo no tenía ni la menor idea de la respuesta que se me iba a dar. Me hubiera hecho feliz oír hablar de algo relacionado con el profundo y sencillo espíritu de oración, con las insospechadas alturas de la fe, la pureza de corazón, el silencio interior, la soledad y el amor a Dios. Tal vez el hermano Gregory habló con las aves, como San Francisco.
Pero el padre abad me contestó prontamente: “Ese hermano estaba siempre trabajando. No sabía lo que era estar ocioso. Si lo enviaba a cuidar las vacas en la pradera, siempre encontraba otras muchas cosas que hacer. Por ejemplo, traía a la casa cubos llenos de moras. No sabía estarse sin hacer nada”.
Al salir del cuarto del padre abad me sentí como un hombre que ha perdido el tren”.
Thomas Merton.
“El signo de Jonás”.
1 comentario:
gracias, el buen humor de los monjes y de las personas dedicadas al servicio de los demás es necesario para llegar a disfrutar de lo bueno de la vida en medio de situaciones duras. Este texto de T.M me ha ayudado en el día de hoy.
Inés
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