La fiesta une a la persona con sus raíces de las cuales se nutre. Para la persona es sana la “unión del presente con el pasado histórico y mítico”, tal como lo concretan las festividades del calendario litúrgico. El celebrar unifica y permite ser partícipe de la corriente de la vida. Cuando una persona se aparta de su propio pasado, cuando reprime sus recuerdos y vive sin su rostro, se enferma y muchas veces se deprime. Si bien el recuerdo mira hacia el pasado, nos abre, también, un nuevo horizonte para el futuro. Nos muestra de qué somos capaces.
Por eso, celebrar las festividades es necesario para la vida, nos infunde la fuerza que necesitamos para poder llevar adelante nuestra vida. Pero no podemos celebrar sólo las fiestas que nos plazcan. Una fiesta es posible solamente cuando podemos vivir de ella, cuando se expresa algo que nos ofrece una nueva visión de nosotros mismos y de nuestra vida, un nuevo sentimiento existencial. Para los antiguos, solamente había una auténtica festividad cuando se celebraba a Dios y sus hechos. No podían concebir una fiesta puramente profana.
Al celebrar los hechos de Dios ellos buscaban convertirse en auténticas personas, en personas conscientes de su dignidad, de sus raíces, de sus posibilidades, en personas que no viven en el olvido ni disecan su interior con la actividad cotidiana.
(Anselm Grün)
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