“La existencia cristiana, ante todo, está construida sobre un fundamento común: Jesucristo. Este es el fundamento que resiste. Si hemos permanecido fieles sobre este fundamento y hemos construido sobre él nuestra vida, sabemos que este fundamento no se nos puede quitar ni siquiera en la muerte”.(46)
“Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, “como a través del fuego”. Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios”.(47)
“Nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta suciedad ya ha sido quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría”. (47)
“El Juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si fuera solamente gracia que convierte en irrelevante todo lo que es terrenal, Dios seguiría debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre la justicia, una pregunta decisiva para nosotros ante la historia y ante Dios mismo. Si fuera pura justicia, podría ser al final sólo un motivo de temor para todos nosotros. La encarnación de Dios en Cristo ha unido uno con otra –juicio y gracia- de tal modo que la justicia se establece con firmeza: todos nosotros esperamos nuestra salvación “con temor y temblor”. No obstante, la gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza al encuentro con el Juez, que conocemos como nuestro “abogado”, parakletos”. (47)
Encíclica “Spe Salvi”, de Benedicto XVI, sobre la esperanza cristiana.
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