“No nos es permitido concebir la santidad de la Iglesia y de los santos como un simple cumplimiento perfecto de un deber ético sobrenatural, siempre igual y estático, que estuviera flotando sobre la historia de la Iglesia como un ideal invariable y que fuera continuamente realizado por las sucesivas generaciones de la Iglesia bajo su dirección. La Iglesia tiene una auténtica historia, tiene una historia de salvación y también de la santidad, una historia cuyos momentos son siempre únicos e irrepetibles. Aunque la esencia de la santidad cristiana sea siempre igual, tal santidad no “ocurre” como si fuera siempre la “misma” en todos los santos. Las diferencias entre los santos no son únicamente contingencias sublimes de tipo meramente temporal, indiferentes para la santidad misma que realizan; precisamente estas contingencias únicas de la historia, precisamente lo “individual” y lo “fisionómico” de los santos entra con ellos en la eternidad, que no es un ser puro de tipo abstracto, sino el auténtico producto individual y permanente de la historia. De otra forma habría en la Iglesia un cultus sanctitatis, pero no un cultus sanctorum; habría un recomendar la lectura de la teología, pero no de la vida de los santos.
La historia de la santidad cristiana (de la santidad, por tanto, que importa a todo cristiano, porque todos están santificados y son llamados a la santidad) es, en cuanto totalidad, una historia de hechos que ocurren una sola vez, y no la repetición eterna de lo mismo. Y por eso tiene siempre fases nuevas e imprevisibles; por eso tiene que ser inventada continuamente (aunque siempre imitando a Jesús, que es el modelo inagotable), e inventada por todos los cristianos”.
Kart Rahner.
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