Merton recuerda en su autobiografía una anécdota que tuvo especial importancia para él, “por lo que se refiere a mi alma”; conversaba con uno de sus amigos (Lax) y este le preguntó: “¿Pero Tú qué quieres ser?”. La conversación describe una realidad común para muchos cristianos, y merece ser leída con detenimiento; trascribo acá lo más importante (Pág. 239-240).
“–No lo sé; presumo que quiero ser un buen católico.
-¿Qué quiere decir “ser un buen católico”?
La explicación que di era bastante defectuosa, expresaba mi confusión y descubría cuán poco había pensado de verdad sobre ello.
Lax no la aceptó:
- Lo que deberías decir –me dijo- , lo que deberías decir es que quieres ser un santo.
¡Un Santo¡ El pensamiento me impresionó como algo misterioso.
-¿Cómo quieres que yo llegue a ser santo?
-Queriéndolo –dijo Lax simplemente.
-No puedo ser un santo –dije- no puedo ser un santo.
-No –Lax agregó- No. Todo lo que se necesita para ser santo es querer serlo. ¿No crees que Dios te hará aquello para lo que te creó, si tú consientes en permitirle que lo haga? Todo lo que tú tienes que hacer es desearlo.”
Pero, reconoce Merton, el principal obstáculo para alcanzar la santidad es que no queremos serlo... Es la cobardía la que nos hace decir: No, no puedo, para no hacer lo que debo. (“Me contento con salvar mi alma… no quiero abandonar mis pecados y mis afectos”). Merton comprende que su amigo tiene razón, que es eso lo que dicen los Evangelios, y han dicho los santos. Pero era necesario que pasara por encima de sus viejas costumbres: “Mi complejidad, pervertida por mis apetitos.”(Pág. 241)
Así, en un impulso, aprovechando la luz de ese momento, compra (“A gran precio”) el primer volumen de las obras de San Juan de la Cruz, y comienza a leerlo. “Me sentaba en la habitación… y volvía las primeras páginas, subrayando pasajes aquí y allá con lápiz”. Pero dice también: “Me exigiría más que eso hacerme santo… porque esas palabras que subrayaba, aunque me asombraban y deslumbraban con su importancia, eran todas demasiado simples, para que yo las comprendiese… demasiado desnudas, demasiado limpias de toda duplicidad y compromiso…” (240)
Así, complejidad y simplicidad aparecen como realidades opuestas. Complejos son el hombre, su vida, sus apetitos, su mundo. Simple es Dios, y su Palabra, su camino, su santidad. Nosotros queremos ser “normales”, y no santos. Creemos que ser santos es algo complicado. Pero justamente resulta todo lo contrario: Lo normal es ser santos, y ser santos es ser simples, sencillos, sin complicaciones.
“Los santos están saturados de Cristo en la plenitud de su Poder Real y Divino; tienen conciencia de ello y se entregan a él para que pueda ejercer su poder por mediación de los actos más mínimos y al parecer más insignificantes para la salvación del mundo.”(236)
La Santidad es, definitivamente, nuestra vocación, nuestro destino, nuestra condición; aquello para lo que fuimos creados; la meta de nuestra vida. Juan Pablo II, de feliz memoria, lo afirmó así al comenzar el milenio: Cuando se nos pregunta si queremos ser bautizados se nos está preguntando si queremos ser santos. Es la misma cosa. Elegimos ser del “montón”, para no renunciar a nuestros pequeños placeres personales, aun cuando esos placeres no traigan más que dolor
1 comentario:
Quiero agradecer las entradas referidas a este tema de conversión y bautismo en TM, me han servido para un retiro ahora en Pascua, así como las anteriores referidas a su paso por Cuba. Más entradas sobre estos temas serán bienvenidas. P.Guillermo.
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