“Espero y confío en que no dejen de surgir en la Iglesia personas y grupos que proporcionen una nueva visión al mundo. En definitiva, la Iglesia ofrece a la gente la visión de Jesús. Pero esa visión de una vida desde la confianza y el amor no debe trasmitirse en un lenguaje moralizante, sino en la preparación de un nuevo encuentro que se exprese en un lenguaje también nuevo”. (Anselm Grün) La santidad es para los cristianos la plenitud de una vida de fe. Es el ideal que han perseguido, el proyecto que han buscado vivir, la motivación de sus esfuerzos, el premio de su confianza. En el Evangelio Jesús nos invita a ser santos, es decir, ser de Dios, pertenecerle de verdad, obrando en consecuencia, y la Iglesia desde sus comienzos vio en algunos de sus hijos e hijas un modelo acabado de una realidad que rozaba la utopía. De hecho, la santidad tuvo por momentos una imagen tan poco real, tan poco práctica, que los santos se veían como excepciones dentro de una mayoría común y mediocre. De hecho parecía que una persona o nacía santa o no lo era, y las hagiografías eran una sucesión de acontecimientos extraordinarios, visiones, y un largo etcétera, que alejaba ostensiblemente al hombre o la mujer santos de la vida común, del ser humano real y concreto. El Concilio Vaticano II quiso devolver a la santidad el valor universal que le pertenecía y proclamó que todos los cristianos están llamados a la santidad, independientemente de su estado de vida, y la belleza de esta propuesta volvió a brillar en el horizonte con nuevos colores, vinculando además todo esfuerzo por ser santo con el mejoramiento de la sociedad civil. El papa Juan Pablo II en uno de sus últimos escritos afirmaba con claridad que cuando se le pregunta a un catecúmeno si quiere ser bautizado se le está preguntando si quiere ser santo.
Al mismo tiempo la santidad está íntimamente conectada con la conversión: la santidad se va realizando en la persona al mismo tiempo que ésta entra en esa dinámica constante de conversión, que es la respuesta a la llamada de Dios para ir transformando su vida y su ser a la imagen de Cristo, imagen del hombre nuevo amado por Dios y redimido. La conversión no es algo puntual, sino gradual, por etapas sucesivas y crecientes. Dios se nos va revelando en el sustrato de la propia vida, la de cada uno, enseñándonos a ser hijos, y necesita de nuestra docilidad para ir cambiando lo que sea necesario cambiar. La conversión puede tener lugar a diversos niveles: intelectual, moral,…. hasta conseguir un cambio radical en la vida de la persona. Hay momentos puntuales, definitorios en el camino de un ser humano, virajes que marcan su trayectoria existencial, pero no puede hablarse de una conversión definitiva hasta el final de la vida, porque es un proceso constante que no cesa, que siempre da un nuevo salto, para que la persona vaya abandonando capas superfluas de su ser y llegue ante Dios en la desnudez de la Verdad.
Pero el ser humano de estos tiempos, más libre y más osado, asume la invitación a ser santos desde nuevas coordenadas; una buena parte de los cristianos no quiere renunciar a la santidad como meta de su vida de fe, pero al mismo tiempo quiere acceder a esta desde otros presupuestos. Desde el pasado siglo han puesto sus ojos en algunas figuras espirituales que, estando o no canonizadas, eran testigos de una búsqueda diferente a los patrones habituales y hagiográficos, pero no menos auténticos, de alcanzar la plenitud en Dios. Y la irradiación de estos hombres y mujeres ha iluminado muchos corazones, incluso más allá de las fronteras de la Iglesia. De hecho muchos teólogos y pensadores se han acercado al tema de una manera nueva, actualizando así las motivaciones de los cristianos para buscar la santidad, sin renunciar por ello a los aspectos esenciales que han acompañado esta búsqueda desde el tiempo de los apóstoles.
¿Qué tiene de nueva esta “santidad” que ellos nos proponen? ¿Es una santidad verdadera, cristiana, eclesial? Es desde estas coordenadas que me interesa releer la propuesta espiritual de Thomas Merton, descubriendo como a lo largo de su vida y en sus escritos, en especial en los más personales y biográficos, se va desplegando una experiencia de vida nueva en Cristo, que se desarrolla fundamentalmente a tres niveles: una nueva identidad que parte de una vivencia personal de lo trascendente, la búsqueda de una nueva comunidad donde vivir y hacer plena esa vivencia, y el desarrollo de una nueva forma de comunicar la experiencia, un nuevo lenguaje.
Este esquema puede aplicarse a figuras de estos tiempos, como es el caso de Simone Weil o Henri Nouwen, o también a otras del pasado, como Santa Teresa o San Juan de la Cruz. En la medida en que se van confrontando unas con otras va apareciendo como un patrón que las reúne e identifica. Es lo que me he dado en llamar santidad “imperfecta” (por contraponerla a una santidad entendida como “perfección moral”) y que también otros han llamado “espiritualidad de la imperfección”. Es el deseo de una santidad, “perfección” o plenitud que esté fundada en el Amor, y que, aunque lucha por alcanzar cuotas de perfección, acepta al mismo tiempo limitaciones insuperables, y además, hace de ellas, un trampolín para llegar a Dios; es el paso desde una santidad entendida fundamentalmente como desafío a una santidad entendida como rendición. O también podríamos hablar del paso de una santidad entendida como ruptura a una santidad entendida como comunión. Estas “nuevas” maneras de entender la llamada de Dios a la santidad resultan más comprensibles e imitables para la mayoría de los creyentes, sin rebajar las exigencias que tal vocación o estado exige a los discípulos de Cristo.