Los hombres no son islas, ya lo dijo Merton. Y en este
artículo, el autor extiende, más allá de lo personal, el impacto que causó en su generación el inquieto
monje y escritor, muy humano y vital, muy lleno de Dios.
"Thomas Merton, quizás mejor que ningún otro escritor del
siglo XX, supo transmitir el amor manifestado en el cristianismo. Si se puede
conocer a Dios en esta vida, de un modo personal y transformador, ¿qué podría
ser más emocionante? ¿Qué historia de amor más atractiva que esta?
Mi generación conoció a Thomas Merton a través de La montaña
de los siete círculos, una autobiografía espiritual comparada a menudo a la
Confesiones de San Agustín. Merton concibió su libro como un retrato de su
educación religiosa. Agustín presentó un relato claramente evangélico. De la
misma manera, Merton exulta con la verdad que ha encontrado.
¡Qué joven era!, Tenía una enorme sed de vida y placeres,
tanto lícitos como ilícitos. Este es el secreto de La montaña de los siete
círculos. Nos encontramos ante un joven que disfruta de prácticamente todos los
deseos que alguien puede soñar. Es la persona que a todos nos gustaría ser.
Ama las mujeres, la bebida, los viajes y el jazz. También
quiere aprender todo lo posible, pues desea ser un gran escritor. Sus pecados
son desastrosos, pero ama a su familia y trata de ser siempre leal a sus
amigos. Una vez que descubrió la verdad del cristianismo, reconoció a Cristo
como la salvación al infierno al que le habían conducido su vida de placeres
salvajes y autodestructivos.
En el orden natural de las cosas, como admite, Merton fue un
privilegiado en su intelecto, su energía, y en la posibilidad de tener
una buena educación. Fue bendecido incluso por sus privaciones, como la
temprana muerte de sus padres, que provocó que tuviera una infancia itinerante,
cosa que enriqueció la experiencia de sus tragedias.
De todos modos, nada comparado con la posibilidad de conocer
a Dios. Por esa perla de un valor incalculable, Merton lo abandonó todo y se
convirtió en monje trapense de la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní en
Kentucky, el 10 de diciembre de 1941.
Él mismo contó la historia, y es una historia que convence.
Su don para la narrativa personal no tiene parangón; su prosa está marcada por
las descripciones poéticas de los paisajes, rápidos retratos y un ojo infalible
para los detalles, algo que solo puede tener quien posee una fabulosa memoria
visual.
Así fue sucesivamente contándonos su historia, llevándonos
por los diez primeros años de su vida como monje en El Signo de Jonás, la mejor
crónica sobre la vida monástica que he leído nunca. En ella somos testigos de
lo bueno y de lo malo de la nueva vida de Merton; de lo inapropiados que eran
los hábitos para él tanto en invierno como en verano. Pero también de los
profundamente satisfactorios momentos en los que estaba inmerso en la liturgia.
Acompañamos a Merton a través de sus estudios que le llevaron a su ordenación
como sacerdote en 1949. Se le conocía en su vida religiosa como padre Luis.
La vida de Merton en Getsemaní le dio una perspectiva
externa sobre el deseo desenfrenado de la humanidad por el poder y la obsesión
por poseer. Se dio cuenta de que este mundo de derroche y de codicia provoca el
horror. En Jonás, como he dicho, Merton visita Louisville tras muchos meses
viviendo en Getsemaní. La naturaleza violenta y gratuita de la vida
contemporánea en la ciudad le abrumaba. Se dio cuenta de que el mundo se había
vuelto loco llevado por sus apetitos desenfrenados.
Merton anhelaba el resurgir de una cultura que fuese capaz
de producir belleza y armonía social, que no se redujese a la producción masiva
de productos y su consumo ostentoso.
Su punto de vista resonó profundamente en mi generación: los
“boomers”. Fuimos aplastados, por nuestro narcisismo, por todo lo que está mal
actualmente, y nos lo merecimos. Después de todo, los ideales de los ’60
rápidamente condujeron a un hedonismo al que siguió un holocausto consumista.
Aún así, el impulso hacia un mejor modo de vida, hacia una
mayor realización del sentido de la comunidad, es universal. No estábamos
equivocados al pretender esto, como hace la gente hoy, pero fallamos tratando
de conectar este anhelo con algo parecido a la tradición monástica en la que
Merton se basaba.
El compromiso de Merton con las religiones orientales
también fue muy importante. Hay quien ve en La montaña de los siete círculos un
abandono del catolicismo, sin embargo Merton nunca abandonó su devoción a
Cristo. Merton se comprometió, de principio a fin, al conocimiento de Dios. No
quería saber “sobre Dios”: él quería encontrarse con Dios. Sentía que Él había
premiado el esfuerzo espiritual de los monjes orientales a través de los siglos
con un gran comprensión de la vida interior y la experiencia de lo divino. Se
dio cuenta de que el Budismo, de alguna manera, en algunas de sus
formulaciones, se podría describir como “un ateísmo sublime”. Sin embargo,
cuando vio a los monjes tibetanos rezando, reconoció una piedad sincera que
pensó que honraba a Dios. En esto estaba muy en comunión con el diálogo
interreligioso comenzado por el Vaticano II. O, como mis amigos evangelistas
dirían, reconoció que toda verdad viene de Dios.
La obra de Merton conectó con mi generación a través de las
fuentes de la espiritualidad católica, especialmente la Liturgia de las Horas.
Nos enseñó muchas cosas sobre los carismas especiales (los dones espirituales)
de varias órdenes religiosas. El modo en que podríamos, como laicos, vivir una
vida contemplativa en medio del mundo. Su obra también proveyó de un programa
de estudios sobre la espléndida tradición intelectual que respalda la doctrina
católica.
No fue perfecto y es improbable que llegue a ser canonizado.
Al final de su vida se enamoró de una estudiante de enfermería, Margie Smith,
que cuidó de él en el hospital de Louisville tras la última intervención a la
que se sometió. Después terminó con este romance, que probablemente nunca
consumó, y volvió a sus votos monásticos. A pesar de todos sus años de
disciplina espiritual, es evidente que quedó algo del rebelde y joven Tom
Merton.
Merton sigue siendo un campeón espiritual, un hombre que
vivió la aventura de amar a Dios. Su muerte llegó demasiado pronto, aunque lo
entregó a la plenitud de lo que él esperaba desde hacía mucho tiempo. Como
todos los que esperan ilusionados la venida de Cristo en su Gloria."
HAROLD FICKETT. Aleteia, septiembre 2015. (fragmentos)
(DIBUJO DE MERTON)