La pasada semana le tuvimos por Cuba y este es una de las charlas que ofreció a los religiosos. En los próximos días publicaremos dos más, que son el complemento de esta primera.
El Sentido de la Vida Religiosa
Cuba I: Vocación y Comunidad
¿Cuál es el sentido de la vida religiosa? En muchas partes del mundo, especialmente en Occidente, esta pregunta se hace con cierta urgencia. En muchas comunidades han mermado las vocaciones, muchos religiosos han salido, muchas congregaciones se preguntan si tienen futuro. El Concilio Vaticano Segundo nos dio un sentido nuevo y maravilloso de la belleza y la santidad de la vocación laical. Ya no nos sentimos tan especiales. Los nuevos movimientos están floreciendo y muchas veces se ven como el futuro. Es así que, con cierto nerviosismo, muchos religiosos se preguntan: ¿Cuál es el sentido de la vida religiosa?
Creo que nuestra vocación como religiosos es más necesaria que nunca. Esto es porque somos llamados a ser signos de esperanza en un mundo tentado por la desesperanza. He hablado de la crisis de la esperanza en mi charla con el público y no quiero repetirme demasiado. En breve, nuestro planeta está viviendo una crisis profunda de la esperanza. No quiero decir que todo el mundo necesariamente esté descontento, aunque hay una epidemia de suicidios entre los jóvenes desde el Japón hasta Irlanda. Quiero decir que no tenemos una historia que contar de un futuro que ofrezca esperanza.
Cuando era joven, en la década de los sesenta, teníamos confianza de que la humanidad estaba caminando hacia un futuro maravilloso, en que se acabarían la guerra y la pobreza. Todo parecía posible. Creíamos en el progreso. Ahora, al comienzo de este nuevo milenio, estamos enfrentando una crisis ecológica, el crecimiento del fundamentalismo religioso, el terrorismo, el aumento del SIDA, el creciente abismo entre los ricos y los pobres. Muchos países en África están al borde del colapso. ¿Qué historias tienen los jóvenes para darles esperanza? Hay la historia del desastre ecológico que se nos viene encima, el derretirse de las capas de hielo polares y la historia de la guerra contra el terrorismo. Ni una, ni la otra, prometen la felicidad.
De cara a esta crisis de la esperanza, yo sugería que Jesús nos ofrecía signos. En la Última Cena, cuando parecía que no había futuro, él tomó pan, pronunció la bendición y se lo dio a los discípulos diciendo, “Éste es mi cuerpo, entregado por ustedes.” Cuando en el camino sólo había el Gólgota, nos dio el sacramento de la nueva alianza. Esto es signo de una esperanza que supera la imaginación, una esperanza más allá de las palabras. Para nosotros, el desafío como cristianos es crear signos que hablen de nuestra esperanza. Uno de estos signos es la vida religiosa. Nuestra vocación y nuestros votos hablan de nuestra esperanza en la humanidad. La importancia de la VR no está en lo que puede decir de nosotros y de quiénes somos, sino en lo que dice de la esperanza que se encarna para toda la humanidad.
¿Cómo puede ser? En la primera charla propongo que es porque nuestra vida es una vocación. Somos llamados. En segundo lugar, somos llamados a la comunidad. En la segunda charla exploraré cómo esta esperanza se expresa al ser nosotros enviados a la misión. Nuestro llamado nos convoca a la comunidad y nos envía hacia fuera. Esto es como nuestros pulmones, que aspiran y espiran. Éste es el dinamismo que anima nuestra misión, que da oxígeno a nuestra vida.
Pero, antes que todo, la vocación: Estaba atraído a los dominicos porque amaba la misión de la orden y me gustaba la compañía de los hermanos. Pero en última instancia, esto no era suficiente. Seguía siendo dominico porque yo creía que ésta era mi vocación. Estaba llamado por Dios a caminar por el sendero dominico.
Pero ésta es una expresión de una verdad más profunda, que ser un ser humano es ser llamado por Dios. Dios nos llama a la existencia y nos llama a acercarnos a Él. Entonces, el hecho de ser religioso es encarnar una convicción fundamental y esperanzadora respecto de la humanidad. Estamos en camino hacia Dios. Quizás no tengamos idea sobre el futuro de la humanidad, sobre los desastres y la violencia que nos esperan. Quizás seamos destruidos por las bombas, o ahogados por el nivel del mar que va subiendo, o abrasados por el calentamiento global, pero vamos hacia Dios.
Todo existe porque Dios lo ha llamado a la existencia. Dios dijo “que haya luz” y hay luz. Hay un pasaje lindo en el profeta Baruc: “Brillan los astros y se alegran en su puesto de guardia; él los llama y responden: ‘Aquí estamos’ y brillan alegres para su creador”. (Baruc 3.34) La existencia de una estrella no es sólo un frío hecho científico. Las estrellas alegres dicen un sí a Dios. La existencia de todo es un sí al Dios que llama. Nosotros los modernos hemos perdido el asombro primitivo y sabio de que exista la creación.
Lo peculiar de los seres humanos es que no sólo decimos sí al existir, decimos sí a Dios con nuestras palabras. A menudo cantamos el cántico de los tres jóvenes en el horno, del libro de Daniel. El cántico cuenta cómo toda la creación alaba a Dios:
Montañas y colinas, bendigan al Señor.
Plantas de la tierra, bendigan al Señor.
Fuentes y manantiales, bendigan al Señor.
Y lo hacen. Pero la vocación de la humanidad es convertir esta alabanza en palabra. Dios nos habla su palabra y respondemos con nuestras palabras. Es para esto que fuimos creados…para responder a la palabra de Dios. Esta vocación humana está expresada en una bella palabra en hebreo hineni. Significa, “Aquí estoy.”
Cuando Dios lo llama desde la zarza ardiente, Moisés responde “hineni”, “aquí estoy”. Cuando Dios llama a Samuel, éste va tres veces donde Elí, antes de que descubra que es Dios quien le llama, y dice “hineni”, después dice: “Habla,Señor, que tu siervo escucha”. Cuando Isaías oye una voz que dice “¿A quién enviaré?” responde: “Aquí estoy, envíame a mí.” Pero cuando Dios llama a Adán en el jardín, éste no dice “Aquí estoy”. Se esconde en el monte. Jonás sale huyendo cuando es llamado por su nombre.
Fundamental para cada vida humana es el silencio en el que podemos escuchar la voz que llama, sea cual fuera la forma o la religión o la convicción. En el silencio del desierto Moisés escuchó esa voz y dijo “Sí”. Es peligroso. Uno no sabe hacia dónde puede llevar una conversación con Dios. Quizás nos queme. Cuando visité el santuario de la zarza ardiente, cerca del Monte Sinaí, me hizo gracia ver a un lado un gran extintor de fuegos. Ésa es la respuesta humana natural a la voz que nos llama.
El corazón de la vida religiosa es cuando hacemos la profesión. Decimos nuestro “sí” definitivo. Aquí estoy. Hineni. Es más que la aceptación de una obediencia a una regla. Es más que el compromiso a un estilo de vida. Es un consentimiento a la invitación de Dios de conversar con Él y nunca taparnos los oídos.
El signo cristiano central de esperanza es, como decía, la Última Cena. Fue un momento particular en que Jesús se puso en manos de unos individuos particulares, los frágiles discípulos. Dios se atrevió a hacerse vulnerable y a darse a personas que lo traicionarían, lo negarían, y huirían. En la vida religiosa corremos el mismo riesgo. Nos ponemos en manos de frágiles hermanas y hermanos particulares. Y no sabemos que harán con nosotros. Tomás de Aquino dice que esto pertenece a la generosidad radical de los votos. Se hacen en un instante y se viven en el transcurso del tiempo. Estos hermanos míos podrían enviarme a las misiones, o podrían pedirme que sea ecónomo y cuadre las cuentas, o elegirme prior, o hasta olvidarse de mí. Esto no lo puedo saber de antemano.
No sólo decimos un Sí en la profesión. Prometemos seguir conversando con Dios hasta nuestra muerte. Guardamos como preciosos estos momentos de silencio en que una y otra vez se escucha esa voz. Y esa conversación también incluye el sí que decimos a nuestros hermanos y hermanas cuando somos enviados a Cuba, cuando recibimos una nueva misión y aun si nos mandan de nuevo a casa. Nos llamamos mutuamente. Nuestra obediencia es mutua. Y esto es más que la organización eficiente de la misión de la Orden. Es nuestro “Hineni. Aquí estoy” continuo a Dios. Debemos llamarnos al valor y a la libertad, a hacer cosas que jamás nos atreveríamos a hacer. Nuestros hermanos y hermanas deben llamarnos a superar el temor, cuando nos sentimos paralizados y atascados. Llamamos a nuestros hermanos y hermanas al liderazgo y ellos nos llaman a emprender cosas nuevas. La obediencia es como cantar en el coro, es chorus contra chorum, el diálogo en que aprendemos a vencer la timidez.
Un día yo estaba caminando con algunos de los hermanos en Escocia. Llegamos a un promontorio donde desaparecía el sendero. Había que meter el pie en una ranura y caminar con mucha precisión. Esa experiencia nos asustaba, ya que estábamos suspendidos sobre las olas del mar y las rocas. Cuando llegamos al final, nos dimos cuenta de que faltaba un hermano. Tuvimos que ir hacia atrás a su encuentro. No nos habíamos dado cuenta de que él sufría de vértigo. Así que uno tenía que decirle: “Gareth, pon tu mano aquí. Tú puedes avanzar un metro. Ahora, bien, adelante con el otro pie.” Cuando llegó a un lugar seguro dijo: “¡Mañana vamos a escalar un precipicio alto!” En toda esta travesía nos llamamos los unos a los otros y ésa es la voz de Dios llamando a cado uno de nosotros a la libertad y a la valentía, sin saber lo que nos espera al doblar de la esquina. Es riesgoso.
Me viene a la mente el hombre que estaba manejando por encima de un precipicio, ponderando si Dios existía o no. De hecho estaba tan distraído que se fue por el precipicio y se cayó del carro. Mientras caía, se agarró de la rama de un árbol. De repente, la cuestión de la fe se volvió urgente y comenzó a gritar: “¿Hay alguien ahí?” Al fin respondió una voz: “Sí, estoy aquí. Confía en mí. Suelta la rama y déjate caer. Yo te voy a coger.” El hombre pensó un rato y gritó de nuevo: “¿Hay alguien más ahí?”
Estamos llamados a vivir esta incertidumbre con alegría. Uno de mis amigos cercanos en la Orden es un dominico francés llamado Jean Jacques. Se formó como economista, se fue a Argelia para estudiar sistemas de regadío, aprendió el árabe y enseñaba en la universidad allá. Era difícil, pero él estaba profundamente contento. Un buen día le llamó su provincial para pedirle que volviera a Francia para enseñar economía en la Universidad de Lyon. Estaba totalmente conmocionado, sintió un profundo dolor y después recordó la alegría de haber entregado su vida sin condiciones. Entonces fue y compró una botella de champán para celebrar con sus amigos. Unos años después cuando fui nombrado Maestro de la Orden, yo estaba muy ansioso de tener en el Consejo General a alguien conocido. Busqué a Jean Jacques y le pedí que viniera. Me pidió tiempo para pensarlo. Le dije que sí. Pidió un mes y le dije que se tomara un día. Dijo “Sí”. Más champán.
Esta alegría es un signo de esperanza para los que no ven ningún camino hacia el futuro. Para los desempleados, para los estudiantes que suspenden sus exámenes, para las parejas que están pasando momentos difíciles en su matrimonio, para los que tienen que enfrentar la guerra…entonces nuestra incertidumbre alegre debe ser un signo de esperanza de que cada vida humana está caminando hacia Dios, sean las que fueren las sorpresas en el camino. Es un signo de esperanza cuando países enteros no vislumbran el futuro con claridad. Volveré a esto cuando hable de nuestra misión.
Entonces, ser un religioso es no saber la historia de nuestras vidas. La mayoría de la gente tiene carreras y puede que éstas estructuren sus historias. Suben la escalera de promociones. El soldado raso llega a ser sargento, el capitán sueña con ser general, el profesor quiere ser el director. Pero nosotros no tenemos carreras. No importa el papel que uno desempeñe en la Orden, uno nunca es más que uno de los hermanos. No importa lo que uno haga. Una vez, en Roma, un cardenal vino a verme cuando era el Maestro de la Orden, y me dijo, “Ahora, Timothy, sabes cómo es la soledad al estar en la cima.” Pero eso no es verdad para los religiosos, porque uno es sencillamente un hermano o una hermana, que por un momento tiene un servicio particular. Un amigo jesuita me contó que ellos les dicen a sus superiores: “Cuídanos mientras subes y te cuidaremos mientras bajas.”
Puede ser que a veces sintamos que nuestros hermanos no reconocen quiénes somos y que estamos llamados a hacer cosas que son una pérdida de tiempo. Quizás nuestros talentos no son reconocidos. Quizás nos sentimos hasta maltratados. Entonces tenemos que hablar. No somos esterillas para ser pisoteados pasivamente. No podemos aceptar una obediencia infantil que nos trata como si fuéramos peones de ajedrez para que el superior disponga de nosotros tapando huecos. La obediencia perfecta no es plantar coles al revés simplemente porque nos lo hayan mandado. ¡Esa es una pura estupidez! Tiene que haber un diálogo y una actitud de atención mutua. Pero es una parte de nuestra vocación religiosa, como signo de esperanza, que aunque seamos maltratados y aunque no nos aprecien, todavía tenemos la alegría de los que, con sus vidas, van camino a Dios. Podríamos discutir con el provincial y tratar de convencerlo de que sería absurdo que me nombrara ecónomo provincial ya que no sé nada del dinero, pero aún así puedo tener la alegría de ese Sí fundamental. Cuando los hermanos de San Juan de la Cruz lo cogieron preso, aún así él cantaba. Nosotros podemos hacer nuestra la oración del gran hombre Dag Hammarskjold, “Por todo lo que ha sido…Gracias. Por todo lo que será…Sí.”
En cierto modo, no importa lo que hagamos. Lo importante es el hecho de que seamos. Somos dominicos, franciscanos, salesianos, jesuitas, hermanos y hermanas. Podríamos dirigir escuelas y hospitales, predicar el evangelio en sitios nuevos, escribir libros o dirigir orfelinatos. Pero estas actividades no definen quiénes somos, porque somos personas que dicen Sí a Dios, pase lo que pase. Esta es la verdad, sobre todo para los contemplativos. El Cardenal Hume era benedictino y escribió que: “ Consideramos que no tenemos ninguna misión o función particular dentro de la Iglesia. Nuestra meta no es cambiar la historia. Estamos ahí casi por casualidad desde el punto de vista humano. Y, felizmente, seguimos sencillamente “estando ahí.”
[1] Los monjes están ahí para Dios, es lo único que importa.”
Es verdad que la vida religiosa, en muchos lugares, está viviendo un tiempo de crisis. Y muchos religiosos también viven sus crisis. Podríamos preocuparnos por el futuro de nuestra congregación o provincia. Podríamos sentir que nuestras propias vidas no tienen rumbo alguno. Quizás nos sentimos desilusionados con las decisiones de nuestra Orden, o nos enamoramos, o sentimos que nuestros talentos no se están utilizando.
Pero sólo podemos ser un signo de esperanza para una generación que está en crisis, si somos capaces de enfrentar nuestras crisis con alegría y serenidad. Puede que sea parte de nuestra vocación como religiosos, el enfrentar las crisis en nuestra vocación como momentos de gracia y de vida. La mayoría de la gente tiene que enfrentar un momento en que cuestiona si ha cometido un error. Yo me enamoré unos años después de que había hecho mi profesión solemne. Sabía en aquel momento que podría tener una vida diferente, con una familia e hijos. Pero también mi vida como religioso, con la gracia de Dios, podía crecer por esa crisis, sin tener miedo de compartirla.
El corazón de nuestra fe es la crisis de la Semana Santa. Y en cada Eucaristía recordamos la crisis de la noche del Jueves Santo. Jesús pudo haber huido de esa crisis, pero no lo hizo. La enfrentó y la hizo fructífera. Entonces, si nos encontramos en un momento en que no vemos el camino por delante y sentimos la tentación de hacer las maletas e irnos, éste puede ser precisamente el momento en que nuestras vidas religiosas están a punto de madurar. Como Jesús en la Última Cena, éste es el momento para entregarnos a lo que está ocurriendo y confiar que dará su fruto. Esta es una dimensión de cómo nuestra vocación da testimonio de la esperanza. No debemos tener miedo a ser vistos como religiosos que están pasando una crisis. Es parte de cómo somos un signo de esperanza para otros que están viviendo sus crisis.
Estas crisis pueden incluir hasta la muerte de nuestras propias comunidades. Para muchas congregaciones y monasterios en Europa Occidental, aparentemente, no hay futuro. ¿Nos atrevemos a enfrentar eso con alegría? Cuando era provincial, fui a visitar un monasterio que estaba llegando al final de su vida, llamado Carisbroke. Sólo había cuatro monjas allí y tres de ellas ya ancianas. Una de las monjas me dijo: “Timothy, pero Dios no puede dejar que Carisbroke muera, ¿verdad?” Y el provincial anterior, que estaba a mi lado, respondió: “Dejó que su Hijo muriera, ¿no?”
Hace un par de años hubo un congreso en Roma, en que el liderazgo de casi todas las comunidades religiosas participó. Una de las preguntas era si debíamos abrir la posibilidad de la vida religiosa a las personas que no hacen profesión hasta la muerte. Se decía que muchos jóvenes se ponen nerviosos respecto a los compromisos a largo plazo y entonces tenemos que buscar la forma de acogerlos.
Ciertamente merece la pena pensar en eso. Muchos monjes y monjas budistas no hacen profesión perpetua. Y hay muchas personas que se identifican profundamente con comunidades religiosas sin hacer profesión. La mayoría de las congregaciones tiene asociados laicos. Ellos comparten nuestras vidas y nuestras misiones, pero con un compromiso temporal. Eso está bien y lo animé en la Orden Dominica.
Pero sigo proponiendo que, al centro de la vida religiosa, tiene que haber el gesto loco y valiente de entregar nuestras vidas hasta la muerte, usque ad mortem. Es un gesto extravagante que habla de nuestra esperanza en que cada vida humana en su totalidad, hasta e incluyendo la muerte, es un camino hacia el Dios que llama. Pase lo que pase, ésta es una vida que está camino de la felicidad. Por eso tenemos que luchar por las vocaciones de nuestros hermanos y nuestras hermanas cuando viven las crisis. Si un hermano pasa una crisis, quizás sería más sencillo dejarlo ir. Su sufrimiento es doloroso para él y para nosotros. Porque lo amamos, podríamos anhelar su felicidad y buscar que sea feliz lo más rápido posible. Podríamos tener miedo a sus dudas porque podrían despertar dudas en nosotros. Puede que sea un alivio si dejamos que un miembro se vaya, en vez de verlo sufrir.
Pero tenemos que luchar porque valoramos las palabras que él, o ella, pronunció en su profesión. Respetamos y amamos su Sí. Una vez un fraile anciano, enfrentando la muerte, me dijo que estaba a punto de alcanzar una gran ambición. Le pregunté cuál era y me respondió que confiaba que por fin iba a morir como dominico. En ese momento no pensé que fuera una ambición tan grande, pero he llegado a valorarla. Hizo un don de su vida y, a pesar de todo, no se echó para atrás. Era un signo de esperanza para los jóvenes.
Alrededor del mundo, me han dicho mil veces que no se puede esperar que los jóvenes hagan un compromiso definitivo, hasta la muerte. Con frecuencia me dicen que los jóvenes viven en un mundo de compromisos a corto plazo, sea en el trabajo o en la casa. Cambian de empleo a menudo. El americano tiene como promedio once trabajos diferentes en su vida laboral. Los matrimonios no duran. Entonces se dice que no podemos esperar que los jóvenes hagan profesión permanente. Recuerdo un joven fraile francés a quien, en la víspera de su profesión solemne, se le preguntó si se daba totalmente, sin reservas y para siempre, a la Orden. Dicen que él respondió así: “ Me doy completamente y sin reservas hoy. Pero, ¿quién sabe quién seré yo en diez años?”
Precisamente porque vivimos en una cultura de compromisos a corto plazo, la profesión hasta la muerte es un signo de esperanza hermoso y poderoso. Habla de la historia a largo plazo en la cual cada ser humano está llamado a Dios. Es un gesto extravagante, pero tenemos que pedir a los jóvenes que hagan gestos valientes y locos y creer que, con la gracia de Dios, ellos pueden cumplirlos. Justo antes de que yo escribiera esta charla, cuatro jóvenes hicieron profesión solemne para mi Provincia Inglesa de los Dominicos. Son todos inteligentes y dinámicos y tienen títulos universitarios. Cado uno podría florecer en el mundo, vivir feliz como hombre casado y ganar mucho dinero. Para ellos darse a la Orden hasta la muerte habla de nuestra esperanza cristiana y nuestra esperanza para cada ser humano. Uno de ellos, por ejemplo, tiene veinte y pico años, es músico y atleta. Es hermoso y alegre. Seguramente algunos dijeron: “¡Qué desperdicio! Podría ser un hombre felizmente casado.” ¡Desgraciadamente no creo que nadie dijera eso cuando yo hice mi profesión!
Los jóvenes sólo vendrán si les pedimos gestos extravagantes y locos. Esta es una vida que no tiene sentido alguno si Dios no existe. Muchas veces he encontrado a Dios en el amor de un matrimonio. Es el sacramento de la fidelidad de Dios para con nosotros. Pero aún las personas que no creen en Dios normalmente se casan. Sin embargo, sería completamente incomprensible hacer los votos de pobreza, castidad y obediencia si uno no creyera en Dios. Si yo perdiera mi fe, ¿por qué demoraría un instante en dejar la Orden? Como dice San Pablo: “Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres.” (1 Cor. 15.19)
Comunidad
Estamos llamados a la comunidad y enviados a la misión. Terminaré esta charla reflexionando sobre nuestra llamada a la comunidad y después, en la siguiente charla, veremos cómo estamos enviados a la misión.
Primero la comunidad. Cuando les pregunto a las personas por qué piensan hacerse religiosas, muchas veces la respuesta es que quieren vivir en una comunidad. En nuestro mundo fragmentado muchas personas viven solas. Cerramos nuestras casas con llave para mantener el peligro afuera, pero también significa que muchas personas no tienen vecinos. En nuestras ciudades grandes puede que las personas que viven a nuestro lado sean unos extraños. Cada vez más las personas no se miran los ojos. En la calle somos invisibles. Las familias ya son más pequeñas. Muchas personas no tienen hermanos ni hermanas. Dios le dijo a Adán que no es bueno que vivamos solos y, por eso, muchas personas anhelan la comunidad.
Pero en nuestra sociedad, al ser tan numerosas las personas solas, la vida comunitaria puede ser extremadamente difícil. No estamos acostumbrados a compartir nuestra vida con muchas otras personas. Me crié en una familia grande, con seis hijos, mis padres y mi abuela y otras personas también. ¡Aprendí que mi madre me quería aún cuando parecía que se había olvidado mi nombre! Cuando entré en el noviciado, no viví un cambio muy diferente del de mi casa. Pero hasta yo encontré difícil la vida en comunidad y para mí todavía a veces lo es. Entonces es el deseo de comunidad que atrae a muchos a la vida religiosa y es lo difícil de la comunidad que significa que algunos no permanecen.
La tentación de nuestra sociedad es de buscar comunidad sólo entre los que piensan igual, personas que comparten nuestras opiniones, nuestros prejuicios y nuestra sangre. Hablan nuestro idioma y les gusta nuestra comida. Zygmunt Barman ha escrito que debido a la movilidad de la sociedad moderna existe “el impulso de retirarse de la complejidad riesgosa para refugiarse en la uniformidad.
[2] Los conservadores se asocian con otros conservadores, y los progresistas con otros progresistas. Los ancianos son colocados en los asilos de ancianos, los jóvenes pasan su tiempo con otros jóvenes, etc. La Señora Thatcher solía preguntar con respecto a las personas: “¿Es de los nuestros?” Pero comunidades así no hablan del Reino.
La comunidad es un signo del Reino de Dios sólo si nos atrevemos a vivir con personas diferentes a nosotros. En Ruanda y Burundi, nuestras comunidades eran signos frágiles del Reino porque tutsis y hutus trataron de vivir juntos. Una vez, durante los conflictos étnicos, estaba viajando por el país con dos hermanos. Uno era el asistente para África y el otro era el superior local. Uno era hutu y el otro tutsi. Visitamos todos los campos de refugiados buscando a familiares de los hermanos. Para ellos fue una travesía muy peligrosa, pero para mí, no. Cuando celebrábamos la Eucaristía éramos en realidad un signo de esperanza del Reino: dos miembros de unas tribus en guerra y un extranjero. Una vez visitamos a un obispo. El patio de su casa estaba lleno de hutus y tutsis juntos. Decía él que todos eran bienvenidos mientras celebraban la Eucaristía juntos.
Compartir la vida con los que son diferentes es descubrir una identidad nueva con ellos. El reto puede ser descubrir quién soy yo con un hermano o una hermana que tiene posiciones teológicas diferentes. La polarización política del mundo moderno significa que en muchos lugares es difícil que personas de la derecha y de la izquierda vivan juntas. Cuando la gente busca un marido o una esposa, la primera pregunta en los Estados Unidos es: ¿votas por los demócratas o los republicanos?
Uno de los mayores retos en la vida religiosa, muchas veces, es vivir con hermanos o hermanas de otra generación. Para muchos religiosos de la década de los sesenta, puede ser doloroso compartir la vida con jóvenes que a veces son más “conservadores”. Se experimenta esto como una amenaza.
Es complicado. Por un lado, no podemos ser signos del Reino a menos que nos atrevamos a pedirles a los jóvenes que hagan gestos radicales. No debemos aceptar a jóvenes que sólo buscan una vida cómoda, un escape del mundo. Pero por otro lado, tampoco debemos buscar a personas que sean exactamente como nosotros. Su vida radical y extravagante quizás no sea exactamente como la nuestra.
Cuando era un fraile joven, discutíamos mucho con nuestros predecesores en la Orden sobre la vida religiosa. Un hermano mayor siempre estaba en desacuerdo con nosotros y discutía con nosotros, pero, cuando había que votar, él votaba por los jóvenes. Aunque tenía opiniones teológicas y políticas diferentes, sabía que la vida religiosa sólo se mantiene viva si se le da espacio a la siguiente generación. ¡Tiene que elegir una vida religiosa loca también, pero puede que su locura sea distinta a la nuestra! En mi comunidad, en Oxford, pertenecemos a cuatro generaciones por lo menos: hay un hermano con más de ochenta años, un religioso clásico; somos tres o cuatro de la década de los sesenta que entramos en la Orden en momentos de turbulencia y transformación. Hay unos hermanos que pertenecen a lo que llamamos “la generación de Juan Pablo II”, que muchas veces son reaccionarios a los de nuestra generación. Y están los jóvenes que tienen entre veinte y treinta y pico años. Pertenecen a una nueva generación conocida como “la generación Y”. Sólo podemos prosperar si nos atrevemos a vivir juntos y pasar la antorcha a los que no serán como nosotros.
También la vida religiosa ayuda a la Iglesia a ser signo del Reino. La jerarquía institucional de la Iglesia forma parte de su naturaleza. La jerarquía mantiene a la Iglesia en unidad entre los cientos de países y culturas. Sin la jerarquía, la Iglesia se desintegraría. Pero si la Iglesia sólo se compusiera de esta única estructura jerárquica, habría el peligro de que la unidad se volviera una uniformidad opresiva. Necesitamos la vida religiosa con toda su diversidad loca, desde los contemplativos hasta los religiosos que se dedican al servicio de los pobres. Necesitamos todos estos nichos ecológicos en los cuales pueda brotar y florecer todo tipo de formas inesperadas de ser cristiano. Las comunidades religiosas mantienen vivas distintas formas de espiritualidad, lugares distintos en que se puede pensar, hablar y orar. La vida religiosa es un contrapeso a la tendencia de la Iglesia hacia la uniformidad. Necesitamos la pobreza franciscana, la obediencia de los jesuitas, la democracia dominica, si la Iglesia va a salir adelante. Necesitamos monjes y frailes y ermitaños y pastores. De otro modo la Iglesia sería un signo menos evidente del Reino. De nuevo, ninguna comunidad en la cual todas las personas piensen igual puede ser signo del Reino.
Una razón por la cual la Iglesia a veces encuentra difícil comprender la vida religiosa es que en el Concilio se enfatizó mucho la teología de la Iglesia local reunida en torno al obispo. Pero nosotros no nos definimos por nuestra pertenencia a la Iglesia local y, por lo menos para la mayoría de los hombres religiosos, él no es nuestro ordinario. En las ordenaciones, siempre disfruto el momento en que el obispo le pregunta al ordenando si promete obediencia a su ordinario. ¡El candidato responde “sí” y el obispo sonríe, porque generalmente no se da cuenta de que no es el ordinario del ordenando!
Somos cuerpos un poco extraños que no encajamos exactamente en las estructuras dominantes de la Iglesia. Esto ha sido así desde los padres y las madres del desierto que comenzaron su manera de vivir extraña, hace más de mil seiscientos años. Somos como los bufones en las Cortes Reales del pasado, que muchas veces tenían la libertad de expresar abiertamente lo que todos los demás estaban pensando.
Entonces, para concluir, nuestra vocación como religiosos es maravillosa, no porque seamos maravillosos, sino como signo del destino maravilloso de todos los seres humanos y, efectivamente, de la creación entera. Si estamos silentes, escuchamos la voz del que nos llama a Sí Mismo y decimos: “Hineni”, “Aquí estoy”. Estamos llamados a nuestras comunidades, que son signo del Reino, al no estar llenas de personas que piensan igual, viviendo en perfecto acuerdo. En la próxima charla, veremos como también estamos enviados a la misión.
[1] In Praise of Benedict p. 23
[2] Liquid Modernity Cambridge 2000 p. 179.