“Abundan los
santos que, pese a su canonización por la Iglesia y a la extraordinaria
veneración que les dispensa la religiosidad popular, fueron personajes
excéntricos y nada convencionales. Junto a figuras de santos edificantes, que
llevaron vidas ejemplares, siempre ha habido santos anómalos, rompedores de
moldes”.
Etty
Hillesum, joven judía holandesa, muerta en Auschwitz en 1943, a la edad de 29
años, tuvo desde el punto de vista de la moral convencional, una vida inquieta
y escandalosa. A partir de la edad de 27
años mantuvo una relación con dos hombres a la vez. Ella sabe que la moral
común puede juzgar escandaloso su comportamiento, pero eso no la incomoda:
siente que es fiel a los dos hombres a los que ama, pero sobre todo esta
irregularidad afectiva no le impide emprender un camino extraordinario que la
lleva a descubrir a Dios dentro de sí y a cultivar una religiosidad muy
particular, ajena a iglesias, sinagogas y dogmas.
Ni siquiera representa para ella un obstáculo
en su camino místico-espiritual el aborto voluntario al que recurre para
interrumpir un embarazo no deseado; no se siente capaz de traer al mundo un
niño en las circunstancias históricas en las que vive: persecución,
deportación, exterminio de judíos. También la empuja al aborto el temor a los
varios casos de locura que hay en su familia y que ella considera con mucha
probabilidad hereditarios.
Tras
el aborto, se confía a Dios pidiéndole que la acepte tal como ella es, con sus
limitaciones y sus contradicciones, y prosigue conversando con él en su
oración. Ni su libertad ni el aborto son obstáculos para su relación con Dios,
la cual continua y se intensifica a pesar de todo.
El suyo puede definirse, por tanto, como un
camino nuevo de santidad. Del descubrimiento de Dios dentro de sí, Etty llega a
la extraordinaria intuición de que es ella la que tiene que ayudar a Dios a no
ausentarse del todo en un mundo envenenado por la violencia, el odio y el
resentimiento: “Se me hace cada vez más
evidente que tú no puedes ayudarnos a nosotros, sino que somos nosotros los que
debemos ayudarte a Ti, y de ese modo ayudarnos a nosotros mismos. Lo único que
podemos salvar de estos tiempos, y también lo único que cuenta verdaderamente,
es un pedacito de ti en nosotros, Dios mío”.
Este propósito de ayudar a Dios para hacer que
sobreviva al holocausto, como un niño inerme custodiado en su seno, se traduce
luego en su empeño por ayudar al prójimo, los muchos judíos desesperados que
llenaban el campo, a que desenterraran a Dios dentro de ellos, liberándolos del
odio y el comprensible deseo de venganza.
Esta
extraordinaria intuición, nace de la terrible experiencia de la Shoa: que, en
ese mundo dominado por la violencia y el odio, necesitamos “ayudar a Dios” para
que no desaparezca del todo del corazón de los hombres. Frente a esa tarea,
poca cosa representan su desorden sentimental y su aborto; no se dejó turbar en
exceso y se mostró capaz de ayudar a Dios y al prójimo en un tiempo histórico
que estaba tan necesitado de ello.
La
“santidad” de Etty tiene además la peculiaridad de no estar encerrada en un
recinto confesional determinado: ella no pertenece del todo al judaísmo, ni al cristianismo,
a pesar de que judíos y cristianos se hayan disputado su herencia. Ella también
toma elementos, para su espiritualidad, de la tradición islámica, dado que sus
lecturas, además del Antiguo Testamento y el Evangelio, incluyen el Corán y la
sabiduría oriental. La suya es una santidad libre, interreligiosa, que supera
los límites que separan las diversas confesiones religiosas. Etty utiliza con
frecuencia la imagen de Dios como la parte más recóndita de si, como el soplo
divino que alienta en cada uno de nosotros.
Otro aspecto de su singular “santidad” es su
rechazo al odio; en una época de ánimos envenenados por la violencia, el
resentimiento y el deseo de venganza, ella practica el amor al prójimo y
rechaza el odio indiscriminado, dirigido a una categoría de personas, fueran
alemanes o nazis. “Aunque no quedase más
que un solo alemán decente, este único merecería ser defendido contra esa banda
de bárbaros, y gracias a él no se tendría el derecho a derramar el propio odio
sobre un pueblo entero”. Esta posición suya, de amor al prójimo, incluso al
enemigo, y de rechazo del odio indiferenciado se inscribe en una práctica de
no-violencia radical pero extremadamente eficaz por su capacidad de sustraerse
a la humillación que les es infringida a los judíos.
De hecho, lejos de dejarse doblegar por las
innumerables y crecientes restricciones y discriminaciones de los nazis contra
los judíos en la Holanda ocupada, Etty Hillesum mantiene siempre firme su
sentido de la dignidad, aunque sin reaccionar agresivamente a las
provocaciones: “Para humillar a alguien
tiene que haber dos: el que humilla y el que es humillado y, sobre todo, que se
deja humillar”. Si este último es inmune a la humillación, tendrá que
soportar disposiciones desagradables, pero su dignidad no queda menoscabada. Lo
anterior refleja un orgullo indómito.
Algunos le reprochan no haber huido cuando
pudo hacerlo, o que se entregase voluntariamente a los nazis, pero ello no
implica, como han dicho algunos, resignación o pasividad, sino responsabilidad
moral, la conciencia de que, si ella se iba, otra persona ocuparía su lugar.
Etty sintió una profunda responsabilidad con respecto a otros judíos, y no
quiso salvar su vida al precio de otra. En el campo de concentración Etty
encontró a Dios en sus hermanos de cautiverio, y supo testimoniar su fe,
comunicándola a otros, comprensiblemente desesperados, e incluso a los que no
eran creyentes o habían perdido la fe.
Por todo lo anterior, esta mujer habla hoy a
quienes pertenecen a otras confesiones religiosas, y también al que no cree, al
que duda, enseñándonos que, en cualquier tiempo y lugar, por desesperada que
pueda ser la situación que estemos atravesando, aun podemos estar alegres y
alabar a Dios por una comida compartida y por el hecho de tener dos manos que
poder unir en oración. Nos enseña que nos pueden quitar muchas cosas, pero
nunca el trozo de cielo sobre nuestra cabeza, ni la belleza de la creación.
Así fue la santidad de Etty Hillesum:
excéntrica, anómala, despreocupada de la moral convencional; con una gran
libertad religiosa y espiritual. Y ella fue fiel a la vocación descubierta
hasta el final. Conocer su historia, su testimonio vital en una hora oscura de
la humanidad, nos recuerda que nuestra época necesita un tipo nuevo de santidad,
una santidad distinta, encarnada en personas que comparten el mundo con otros,
que sufren y se alegran en medio de la vida, y que no se quiebran ni en las
pruebas más extremas, porque es allí donde encentran la belleza y la luz de
Dios.
Lo anterior es un resumen del artículo: “La
libertad de Espíritu: Etty Hillesum, una santidad nueva”, de Wanda Tommasi,
publicado en CONCILIUM 351 (junio 2013).
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