Al tema de la Santidad volvemos siempre, porque nos apasiona y desafía, y forma parte del gen espiritual de todos los seres humanos. Cuando hablamos de santidad, nos referimos básicamente a una vida en la que se despliegue el potencial espiritual recibido como
don en el sacramento del bautismo, pero que ya está en nuestra esencia humana por el hecho de ser creaturas, es decir, tener nuestro origen en Dios; y esto implica, en clave cristiana, hablar de una vida plenamente realizada,
según el proyecto de Dios Padre para todos sus hijos.
El término “santidad”
aparece generalmente vinculado a otros
términos afines: discipulado, seguimiento,
imitación, filiación, unión, vida espiritual,
vida que tiene su fuente en Cristo, o a lo que el tratado de
la gracia denomina “participación”. Así,
podemos afirmar que el concepto de santidad implica, por tanto, en lo concreto, vitalidad y dinamismo en la práctica de la fe.
El sinónimo más frecuentemente utilizado en el campo de la teología
espiritual para referirse a la santidad
es “perfección”.
Aunque personalmente prefiero utilizar la palabra “santidad”, y soy partidario de recuperar el sentido del
término en toda su amplitud, y de modo especial a nivel pastoral, no hay que
rechazar de plano el valor que el término “perfección”, y otros conceptos afines, han tenido en la Iglesia durante muchos
siglos. Como imperativo evangélico transformaron la vida de muchas personas, y marcaron
épocas, grupos humanos, fecundando la historia, ya sea que se utilizara una u
otra expresión. No obstante, siempre hay que resaltar que la condición humana es de por sí imperfecta, e insistir de manera inadecuada en el término perfección puede ayudar en el desarrollo de prácticas espirituales inadecuadas e incluso patológicas. Santidad, dijo alguien, más ser perfecto es estar completo, y creo que se entiende mejor desde esa perspectiva: caminar hacia una plenitud de vida en Dios, que también considera nuestros límites y valora nuestros propósito de crecimiento, dentro de un progresivo proceso de maduración humana y espiritual.
Me
parece que ilumina el tema las distinciones que
hace Luis Aróstegui, carmelita descalzo, para entender de lo que hablamos cuando tratamos acerca de la santidad:
Primero, para la fe Bíblica y cristiana, el Santo es ante todo Dios, que merece
adoración; es decir, el reconocimiento de lo santo como santo, de
Dios como Dios.
Luego, en segundo lugar, lo Santo santifica o reserva especialmente
para sí realidades terrenas, lugares, personas tiempos, acciones, relacionadas
especialmente con el Santo, que funcionan como mediaciones para entrar en
comunicación con los humanos. Son realidades “santas” por participación, que
resultan accesibles y que pueden ser profanadas, pero el Santo no, en el
sentido de que por ello sufra detrimento su santidad.
Y en tercer lugar estarían las personas llamadas “santas” en el devenir
histórico cristiano, distinguibles de las que anteriormente señalábamos porque
en ellas la presencia de Dios (del Santo) se realiza a través de lo ético.
Así
también, dice el mismo autor, en la
aplicación del calificativo “santo”, se pueden distinguir varios niveles:
a.
los santos en el sentido del Nuevo Testamento, es decir, los cristianos que
viven cristianamente, que han recibido la fe en el bautismo, y con ella la
filiación, el Espíritu Santo. Son santos, no sólo consagrados al culto divino,
sino consagrados interiormente, en su propio ser.
b.
Luego, en un sentido más restringido, santos son los cristianos que viven
plenamente la vida cristiana, los que han alcanzado su madurez en Cristo, y lo
viven con sencillez y libertad, con naturalidad. Casi nunca empleamos con ellos
la palabra “santa”, por parecernos demasiado grandes; les llamamos “buenos”.
c. Y finalmente, están los santos canonizados o canonizables, una santidad con
signos “extraordinarios”, que funcionan como “modelos” eclesiales e incluso
humanos.
Estas distinciones ayudan en la comprensión de la santidad cristiana, pero por supuesto que no agotan el ámbito del que tratamos, que permite siempre nuevas maneras de vida y relaciones humanas, como expresión del actuar de Dios en el mundo.
Son muchos los frutos que la llamada a la santidad ha dejado en la Iglesia y en el mundo, y
muchos los hombres y mujeres santos de los que la Iglesia guarda memoria
viva, aunque no es menos cierto también
que en algunos ambientes aparecen
testimonios de una comprensión negativa de esta realidad, tal vez por cierta
ambigüedad que acompaña al concepto, o porque no deja de ser la santidad algo
que nos supera y los que se empeñan en alcanzarla entran en una corriente de
curso impredecible. Los mismos creyentes en las comunidades cristianas no están imbuidos de lo que implica, en todo su sentido, la llamada a la santidad que hemos recibido todos los que nos llamamos cristianos. Aunque a partir del Concilio Vaticano II se ha
hecho común hablar de la “llamada a la
santidad de todos los bautizados”, todavía falta mucho para que la santidad se
convierta en un aspecto central en la vida de los cristianos
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