INTRODUCCIÓN: En la Escritura aparece con
frecuencia, de principio a fin, la expresión “el Dios vivo”; este modo de
referirse a la FUENTE DE VIDA implica dinamismo, generosidad,
novedad que asombra y despierta. Vivo
significa lo contrario de muerto. Es un manantial que nunca se seca, que fluye
siempre. Por tanto hablamos de un concepto
de Dios que está lleno de energía y espíritu, vivo con designios de liberación
y sanación, que nos aborda siempre desde el futuro para hacer algo nuevo. En
Dios siempre hay mucho más de lo que el ser humano comprende y espera, por eso
nos asombra.
La expresión “el Dios vivo” (Creador,
Salvador y Amante) evoca el inefable misterio divino activo en la historia que
pide la colaboración de nuestro esfuerzo al tiempo que cultiva una relación de
amor en el centro de nuestro ser (Mi
corazón y mi carne se alegran por el Dios vivo). Estas ideas pretender
provocar el deseo de ir más allá de nuestros conceptos personales acerca de
Dios, arraigados en nuestras tradiciones, para alcanzar nuevas tierras
vivificantes y verdaderas, que renueven nuestra fe, adhiriéndose al Dios vivo
manifestado incluso en las tinieblas (Los
mapas medievales tenían, cuando representaban el mundo desconocido, tenían esta
anotación: aquí hay dragones). El creyente debe atreverse a buscar a Dios
en esas regiones ignotas, ir más allá de sus propias ideas para encontrar al
Dios vivo que le lleve a comprometerse de modo apasionado y responsable con
este mundo, a la vez bueno y terriblemente roto.
A principios del siglo XX, Rudolf
Otto publicó un estudio clásico sobre cómo han experimentado los seres
humanos esa presencia numinosa que llamamos Dios en el núcleo de la religión.
Él le llamó a esa presencia LO SANTO, y exploró los tres elementos imbricados
que caracterizan el encuentro humano con ello. Según Otto, nosotros
experimentamos lo Santo como un MISTERIO a la vez SOBRECOGEDOR y ATRAYENTE (mysterium tremendum et fascinans).
a. MISTERIO: hace referencia al
carácter oculto de lo Santo, que supera lo imaginable, no solo por nuestras
propias limitaciones intelectuales, sino por su misma naturaleza. Pero esto,
lejos de ser una experiencia pesimista, este encuentro con lo Santo va unido a
la promesa de plenitud: existe más plenitud de la que nosotros podemos
percibir.
b. SOBRECOGEDOR (tremendum), porque
queda fuera de nuestro control, nosotros no podemos domesticar el poder de lo
Santo. Esto suscita un sentimiento de reverencia rayano en el miedo, un temor
sobrecogedor: somos tan pequeños ante esa majestad…
c. FASCINANTE: expresa el carácter
atrayente de este misterio, en la medida en que su dimensión de gracia resulta
abrumadora. Se experimenta como amor, misericordia y consuelo; lo Santo nos
llena de dicha. Las personas anhelan ansiosamente esta bondad, que da a lo
Santo el poder de extasiar, seducir y atraer nuestro corazón.
Ahora bien: los miembros de una religión son
iniciados en una determinada tradición viva de encuentro con lo Santo.
Innumerables antepasados a lo largo de los siglos han experimentado en su vida
ese misterio sobrecogedor y atrayente, y han recogido y guardado su experiencia
en textos, ritos, y prácticas concretas que expresan lo que han conocido y
sentido como verdadero. Al integrarse en una vida de comunidad, los creyentes descubren
el sentido de lo Santo trasmitido por sus ancestros; a la vez, buscando,
encontrando y practicando ese sobrecogedor y atrayente misterio en medio de su
propio tiempo mantienen el proceso activo para las generaciones venideras.
Las religiones implican la búsqueda y
exploración continua de lo último y pleno, y están por ello en constante
movimiento. El siglo XX experimento la crítica demoledora de los ateísmos, que
todavía persisten, y pudieron hacer creer que la búsqueda del Dios vivo llegaba
a su final, sobre todo por el avance del progreso tecnológico. Pero la historia
indica que la muerte de Dios se exageró en exceso. Evidentemente la religión no
es un producto sin impurezas: con excesiva frecuencia ciertos grupos ceden a la
tentación de hacer de su deidad el dios de su tribu, hostil a los extraños,
instigando terribles brotes de violencia. El filósofo de la religión Martín
Buber escribió mordazmente que la palabra “Dios” está cubierta de
sangre y debería ser eliminada de nuestro vocabulario al menos hasta que se
recobre de esa mala utilización. Hay
que tener constantemente presente esta ambigua herencia como correctivo crítico
de todo triunfalismo religioso. Pero al mismo tiempo, la inesperada
vitalidad de la religión, para bien o para mal, en nuestro siglo XXI, junto con
la emergencia de nuevas formas de espiritualidad al margen de la religión
organizada, hacen patente que la conexión con lo sagrado sigue teniendo una
importancia vital para un buen número de mujeres y hombres en nuestro tiempo.
Podemos decir pues que: la búsqueda del Dios vivo ha sido y continúa
siendo una actividad perenne del espíritu humano.
¿POR QUÉ BUSCAR? Dijo San
Agustín que “a Dios se le busca para que sea más dulce el hallazgo, y se le
encuentra para buscarle con más avidez”. La búsqueda de Dios, aun con lo
revelado en las grandes tradiciones religiosas, es ilimitada, básicamente por
tres razones:
1. La naturaleza de lo que se busca
es incomprensible, insondable, ilimitada e indescriptible. El Dios vivo no puede ser
comparado con nada de este mundo. Hacerlo es reducir la realidad divina a un
ídolo. Esta magnitud divina significa que, por mucho que sepamos, la mente
humana nunca puede captar la totalidad del Dios vivo en una red de conceptos,
imágenes o definiciones, ni abarcar la realidad de Dios ni siquiera en las más
sublimes doctrinas. La frase de Agustín lo resume bien: Si lo entiendes, no es
Dios (Sermón 117, 5). Si tienes una idea clara de quien es Dios, entonces no se
trata de él, sino de alguna realidad inferior. Porque el Dios vivo no es
meramente un objeto del mundo más grande y mejor, sino el Inefable.
2. La búsqueda es continua porque
el corazón humano es insaciable. La experiencia universal de inmenso
anhelo impulsa la aventura humana en todos los campos, y en el terreno de la
religión, como lo han testimoniado los buscadores de Dios de todos los tiempos,
el espíritu humano no puede aquietarse con ningún encuentro, sino que fascinado
al atisbar algo, sigue ansioso de más. Las personas están peregrinando hasta su
último suspiro, a través de la belleza y del gozo, del deber y el
compromiso, del silencio y el dolor,
hacia un sentido más hondo y una unión más profunda con el Dios inefable.
3. El tercer factor de la búsqueda
perpetua es la historia de las culturas humanas, que está en constante cambio. La experiencia de Dios es
siempre mediada, es decir, accesible a través de canales específicos de la
historia. Cuando cambian las circunstancias, también la experiencia de lo
divino experimenta cambios. Lo que vale y funciona en una época determinada
(constructos intelectuales, imágenes o ritos que median la idea de Dios), no
tienen sentido en otra época porque cambian las percepciones, los valores y
modos de vivir. Para que las tradiciones religiosas permanezcan vivas y
vibrantes, hay que reemprender la búsqueda una y otra vez.
EN RESUMEN: La profunda
incomprensibilidad de Dios, asociada al profundo anhelo del corazón humano en
el contexto de las cambiantes culturas históricas REQUIERE verdaderamente que
haya una historia en la búsqueda del Dios vivo que nunca concluya.
(Estas notas fueron tomadas a
partir de: “La búsqueda del Dios vivo”, de Elizabeth A. Johnson, Sal Terrae
2008).
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