"Poeta, pensador, viajero, activista social, pionero del diálogo entre culturas y religiones: todo eso y más fue el monje trapense norteamericano Thomas Merton. La mejor obra de Thomas Merton (Prades, Francia, 1915-Bangkok, 1968) fue su propia biografía. Cualquier aficionado a la novela recordará al menos uno o dos títulos de la producción literaria de Milan Kundera, por poner un ejemplo. Nadie, o casi nadie, por contrapartida, podrá dar algún dato de la biografía del escritor checo, más allá del régimen policial que le tocó sufrir en su país y de su consecuente exilio. Kundera está en las antípodas de Merton, es el otro modelo de escritor. Del famoso autor trapense, por el contrario, cualquier aficionado a la espiritualidad tendrá alguna información sobre su vida, pero desconocerá, seguramente, el título de cualquiera de sus obras. Claro que todo escritor escribe, libro a libro, su propia autobiografía, pero hay casos, y el de Merton es de los más emblemáticos, en que la vida es a fin de cuentas el mejor de los libros. La razón es clara: Merton no fue sólo un escritor, sino un arquetipo. De ahí su fama.
En la vida de Merton hubo claramente dos pasiones: la contemplación y la escritura o, por decirlo más categóricamente, el silencio y la palabra. Desde muy joven, Merton experimentó la pasión por callar y, más que eso, por silenciarse y escuchar; y desde muy joven, también, antes aún, la pasión por escribir y comunicar, por explorarse a sí mismo y al mundo por medio de la prosa, por arrancar a las palabras, frase a frase, su verdad.
Hay muchos autores en quienes la pasión mística y la literaria se cruzan. Ahí están Novalis, por ejemplo, o Tolstói, Stifter, Hesse, Kafka, Lindgren, mi querida Simone Weil o nuestro Unamuno… La lista es casi infinita, y en alguna ocasión he jugado a confeccionarla. Pero esta conjugación del arquetipo espiritual con el artístico, tan sanjuanista, esta confluencia de la experiencia estética con la extática es particularmente elocuente en el caso de Merton, como demuestra su patente actualidad y la continua reedición de sus libros. La pregunta es por qué.
Dice Evelyn Underhill que el silencio «no envuelve a sus iniciados en una calma aislada y sobrenatural, ni los aísla del dolor y el esfuerzo de la vida cotidiana», sino que «más bien les otorga una renovada vitalidad, administrando al espíritu humano no -como algunos suponen- un bálsamo sedante, sino el más poderoso de los estimulantes». Valga esto para casi todos los contemplativos, pero muy en especial para Merton, quien desarrolló en los últimos años de su vida, junto a la pasión por el silencio y la palabra -y claramente derivada de ellas-, una pasión por el gesto y la acción.
En efecto, Merton no fue ni mucho menos sólo un orante que, a fuerza de contarnos y de contarse su relación con el misterio, logró enseñarnos a valorar la esfera de lo religioso. Merton fue un entusiasta del diálogo, un pionero del encuentro intermonástico y un profeta de la meditación en el mundo contemporáneo. Quiso por ello encontrarse con todos los que en su tiempo compartían sus pasiones y podían aportarle algo.
Estudió a fondo, se carteó o se entrevistó con León Bloy, Paul Claudel, Peter Van der Meer, Rilke, Thoreau, Julien Green, Matsuo Basho, Raissa Maritain, Albert Camus, D. T. Suzuki, Pessoa… Y en los últimos años de su vida, y eso que había hecho voto de estabilidad monástica, viajó como el más impenitente de los viajeros, pasando buena parte de las noches, por no decir la mayoría, fuera de su celda y a miles de kilómetros de su monasterio.
Un monje viajero es una contradicción en sí misma, Merton lo fue. Tan contradictoria fue su fiebre viajera y su apología de la quietud como su defensa del silencio en medio de la más exuberante grafomanía. Pero Merton sintió la llamada, no simplemente el deseo, de verificar en la historia todo lo que había contemplado y escrito, todos sus hallazgos y búsquedas.
En la parábola vital de este monje literato y peregrino veo, admirado, un itinerario ejemplar. Como Teresa de Jesús -y el suyo fue uno de los poquísimos casos en su siglo-, Merton fue un apasionado del silencio, de la palabra y de la acción, alcanzando en cada uno de estos ámbitos algo parecido a la plenitud. La pasión mística, poética y fundadora de la santa de Ávila la vivió Merton a su modo en el pasado siglo. Por eso su biografía es su mejor obra, por eso resulta evidente que su figura es un arquetipo.
Salvando todas las distancias, en el espejo de Merton no puedo por menos de ver un reflejo de mí mismo. Pero yo no soy un escritor tan insigne como él, aunque ya me gustaría; ni un místico tan profundo y agudo, lo que aún me gustaría más; tampoco un pontífice del diálogo, como él lo fue, o un apóstol de la meditación, sino sólo un aprendiz. Pero en la parábola vital de este monje literato y peregrino veo, admirado y agradecido, un itinerario ejemplar. Saber que él ya ha recorrido la senda a la que yo mismo he sido llamado, y que la ha transitado de forma tan cabal, hace que mi propio camino sea más llano y más ligera y llevadera mi aventura vital".
Pablo d´Ors
(ABC Cultural 19 de noviembre de 2015)
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