Con estas palabras expresa y profetiza Juan Bautista la sorpresa, el escándalo que causará siempre la presencia y la intervención de Dios entre nosotros. Jesús fue objeto de escándalo para sus contemporáneos y la religión que fundó, para que continuase su persona y su obra, sigue todavía escandalizando no solamente a los que se encuentran fuera de ella, sino incluso a sus propios fieles.
Cuando Cristo vino al mundo, se encontró con una religión establecida, connatural al espíritu humano, hecha a su medida; y él la trastornó por completo. Aquella religión exaltaba la majestad de Dios, su poder, su gloria, y sentía miedo de su justicia. Lo esencial era reconocer los derechos de Dios y conseguir sus favores por medio de cierto número, lo más definido posible, de ofrendas y de oraciones. Dios castigaba a los malos y recompensaba a los justos. La señal más evidente de su beneplácito era que se gozase de paz y de prosperidad. Si se pecaba, era menester aguardar los peores castigos.
Esta religión es una religión sencilla, natural, lógica; por eso mismo, es también espontáneamente nuestra religión y tenemos que esforzarnos, si la queremos superar.
Era precisamente la religión que Juan Bautista predicaba. El esperaba un acontecimiento triunfal, un rey glorioso que haría explotar la cólera de Dios sobre los injustos. Anunciaba una gran limpieza, a base de golpes de hacha y movimientos de criba, de todo lo que habían ido amontonando las faltas de los hombres. Predicaba un enderezamiento de caminos que rellenaría los valles y humillaría las montañas. Creía, como muchos de nosotros, que el mejor medio de hacer desaparecer el mal es confundir a los culpables. Dios se manifestaría, desplegando su rigor con los violentos y mostrando su dulzura con los justos.
Por eso Jesús lo desconcertó por completo. Cuando Juan Bautista vio a Jesús hecho todo dulzura y bondad, cuando supo que rehusaba intervenir en las luchas nacionales o en cuestiones políticas, que aconsejaba tanto a los ricos como a los pobres el desprendimiento de las riquezas y que los invitaba a todos indistintamente a su reino interior, cuando lo oyó exaltar a los dóciles y a los pacíficos y anunciar la misericordia de Dios para con los pecadores, el pobre Juan Bautista se quedó sin saber lo que tenía que hacer, sin poder reconocer a Cristo en aquel feroz vengador que estaba anunciando, y terminó enviándole una embajada para preguntarle si era él o si tenía que seguir esperando a algún otro.
Y Jesús, a pesar de alabar a Juan por su rectitud, por su amor a la justicia y por su valentía, dijo de él que era el mayor de los profetas que habían precedido a su venida, pero que la diferencia del orden nuevo que él iba a instituir, de la nueva religión que él iba a revelar, era tan grande que el más pequeño del reino de los cielos sería mayor que el Bautista. ¡Y dichoso —añadió Jesús— aquel que no se escandalice de mí!
Porque Jesús renovaba todas las cosas, realizaba una inmensa revolución en nuestras concepciones religiosas: revelaba una religión que ninguno había conocido hasta entonces y que todavía no hemos acabado de comprender. Ingenuamente, como siempre, los que habían estado esperando esta revelación e incluso aquel que había recibido la misión de anunciarla, habían creído que Jesús iba a revelar lo que ya conocían, la religión que habían seguido hasta entonces, un Dios a la medida de nuestras ideas que obraba según nuestros planes, la majestad de Dios favorable a los justos y cruel para con los pecadores.
Pero Jesús reveló que Dios era manso y humilde de corazón, que Dios era amor, que había inventado algo inverosímil, horroroso, absurdo: someter el mal no con la violencia, sino con la bondad y la mansedumbre; que Dios se había decidido a venir a amar, a entregarse, a darse a los hombres como un niño frágil, como un médico sin armas en el campo de batalla de este mundo, como un cordero destinado al sacrificio. Jesús reveló una religión en la que todo consistía en amar, no con un amor insulso y sentimental, sino con un amor inspirado por un Dios exigente, implacable, crucificante para aquel que lo rechaza, infinitamente indulgente, fraternal, gratuito para con aquel que lo recibe.
Desde entonces, todo quedó trastornado. Jesús no divide a la humanidad en justos y pecadores, para recompensar a unos y castigar a otros. Sino que la distribuye en otras dos categorías muy distintas: los que saben amar, los que creen en el amor, los que por lo menos se dejan amar y los que rehúsan hacerlo. A los que le siguen, Jesús les ofrece únicamente esta recompensa dura y escandalosa: tomar su cruz y poder seguirle. Y a los pecadores solamente les anuncia una cosa: serán mimados, obsequiados, perdonados, acogidos.
No me cansaré nunca de decirlo: es una religión chocante, una religión terrible, una religión que nos desorienta. ¿Quién se atrevería a proponer como prueba de la ternura divina el fracaso, la enfermedad, la pobreza, el llanto? ¿quién entre nosotros, al empezar a sufrir, sabría ver en el sufrimiento su vocación, su llamada, el sitio donde finalmente puede lograr la imitación de su maestro? ¿quién no se escandalizaría de ello? ¡Dichoso el que no se escandalice!
Es imposible ser hombre sin que el mal nos escandalice. San Pablo tenía que sufrir un aguijón en su carne, un ángel de Dios que le abofeteaba, esto es, una enfermedad física o moral que lo humillaba y limitaba su apostolado. «Por tres veces —nos dice— rogué a Dios que me librara de él. Y él me respondió: no, te basta con mi gracia. Es en tu debilidad en donde resplandece mi fuerza».
También Jesús tuvo que sufrir en su humanidad y tuvo que aprender en la agonía esta terrible lección: «Él fue el que, en los días de su carne, habiendo ofrecido en medio de grandes gritos y lágrimas, sus súplicas a aquel que podía salvarlo de la muerte, y habiendo sido escuchado, aprendió, a pesar de ser hijo, lo que era obedecer».
Así es como serán escuchadas nuestras oraciones: no obtendremos, hermanos míos, vernos libres de la prueba, sino llevarla con amor. Dios no nos concederá la dicha, sino que podamos prescindir de ella y que aprendamos, a pesar de ser hijos e hijas suyos, lo que significa obedecer.
Esta religión nos trastorna. Nos desconcierta a nosotros lo mismo que desconcertó a Juan Bautista. La hemos aceptado en nuestro bautismo y en ciertos momentos particularmente fervorosos de nuestra existencia, pero su confrontación diaria con las realidades de la vida nos choca y nos hace vacilar. Nos resulta poco natural aceptar la cruz. ¡Sí! Estamos de acuerdo en principio y sabemos que tenemos que seguir al maestro. Pero seguramente habréis notado que de hecho nunca creemos que es la buena cruz la que nos ha tocado; siempre nos parece la más intolerable, mezquina, humillante e ineficaz la que nosotros llevamos. Es ésa precisamente la única que no podíamos aceptar. Cualquiera de las otras nos parece preferible: la del vecino, la que habíamos llevado antes, la que nos imaginamos nosotros. Siempre estamos esperando otra cruz. Nos gustaría llevar una a nuestro gusto, a nuestra medida, una cruz bonita, llena de nobleza y dignidad. Pues bien, tenemos que convencernos que si nos conviene una cruz... entonces ya no es una cruz, que si rechazamos todas las cruces que nos desagradan... entonces es que rechazamos toda cruz, que la cruz que Dios nos envía tiene que ser siempre humillante y penosa, paralizante y difícil, que nos haga daño y nos deje totalmente desarmados.
Esto fue lo que experimentó Juan Bautista cuando, después de estar varios meses en la cárcel, a punto de ser asesinado por los caprichos de una mala mujer y la debilidad de un tiranuelo corrompido, empezó a preguntarse si se trataba de los comienzos del reino y si aquel a quien él anunciaba haría algo por libertarlo.
Esto fue lo que experimentaron los apóstoles sorprendidos, perdidos, desorientados cuando Jesús, queriendo fundar un reino eterno, establecer una iglesia universal, quedándose solo, sin amigos seguros, sabiendo que humanamente su partida estaba perdida, escogió para empezar el dejarse matar. Los apóstoles creían que no era aquel el momento.
También nosotros creemos que nunca es el momento de dejarnos matar. Para la muerte de nuestros amigos, para nuestra propia muerte, nunca creemos que es el momento oportuno, creemos que podríamos seguir siendo útiles todavía y que seguiremos siendo imprescindibles en todas las tareas que aún quedan por hacer.
Pero Dios no piensa del mismo modo. Dios nunca es de nuestra opinión. Dios nos desconcierta y nos sorprende y es menester que nos sepamos dominar para creer en él.
Juan Bautista siguió en la cárcel. Allí recibió aquella respuesta misteriosa que le indicaba que todo iba bien de aquella manera, que sería precisamente ése el modo con que se instauraría el reino y empezaría a creer. El sufrió, lo aceptó, lo comprendió y demostró con su muerte que ya no esperaba a ningún otro y que había permanecido fiel a aquel a quien había encontrado.
También nosotros, pidámosle al menos a Juan Bautista que, a pesar de nuestras inquietudes y de nuestras dudas, aunque nos veamos continuamente tentados de faltar a nuestras promesas y de regatear nuestros sacrificios, aunque no acabamos de ver claro que es él el que nos exige esto y que no nos es permitido abrigar otras esperanzas, que a pesar de todo ello nos consiga de Cristo que nos haga sus profetas, sus testigos y sus mártires. Seguramente nuestra muerte no nos parecerá hermosa, ni fiel ni provechosa. No existe ninguna cruz que sea hermosa. Lo mismo que hemos fracasado en otras muchas cosas, fracasaremos también en nuestra muerte. Será menester que sigamos a Jesús hasta en sus caídas, en sus gemidos, en sus lamentos y siempre nos sentiremos tentados de suplicar que aparte de nosotros su cáliz. ¡Pero ojalá que pueda ser ésta nuestra muerte! Amén.
(Tomado de: La cosa empezó en Galilea).
No hay comentarios:
Publicar un comentario