"La vida cristiana se presenta claramente en el Nuevo Testamento, de forma primordial, como una participación en la vida de Cristo. Somos llamados a «morir con Él», «muriendo al pecado», para poder «resucitar con Él». La vida en Cristo no comienza, pues, con la muerte biológica sino que, por el contrario, comienza ahora con una muerte del yo, con una conversión, una metánoia, en la que «nos revestimos con la mente de Cristo» y vivimos a través de Cristo en el Espíritu. Así, Pablo dice que «el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17).
Esta realidad se hace sacramentalmente presente a la comunidad creyente por medio del rito de iniciación del bautismo. La temprana práctica cristiana del bautismo adulto mediante la inmersión imprimía una gráfica expresión simbólica a esta participación en la muerte y resurrección de Cristo. Los escritos de los Padres hablan de las aguas del bautismo como de un útero y de una tumba. La persona que está siendo bautizada se sumerge en el agua al igual que Cristo descendió al interior de la tierra en la muerte. Emerger del agua representa a Cristo resucitando en gloria, habiendo salido victorioso sobre la muerte. En el bautismo, el Espíritu, a Quien damos entrada a través de la fe, incorpora al cristiano a la vida de Cristo. La vida de Cristo pasa a ser nuestra propia vida y así podemos decir con Pablo, «para mí, vivir es Cristo».
Con todo, la vida diaria y nuestra oración rápidamente nos muestran que nuestra vida en Cristo es una vida en proceso. Cristo es la puerta que lleva a la vida, pero somos nosotros quienes hemos de atravesar ese umbral siendo partícipes de su muerte para compartir su vida. Eso exige una lucha diaria, que con frecuencia es ardua, y cargar con nuestra cruz que es, sobre todo, nuestra propia rebeldía contra Dios, de muy hondo arraigo, y de la que se deriva nuestra tendencia a la muerte. Esta tendencia hacia el pecado y la muerte es en sí un misterio. Es la oscuridad que ha sido redimida por Cristo pero que constantemente y con esfuerzo tenemos que exponer a su mirada sanadora. Es el pecado. Es lo que Merton llama el falso yo".
James Finley
El Palacio del Vacío de Thomas Merton
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