Thomas Merton dedicó su vida a escribir acerca de la contemplación; sin embargo, su propia forma de orar era, de hecho, sorprendentemente simple, «centrada por entero en prestar atención a la presencia de Dios y a su Amor y su Voluntad... una especie de alabanza que brotaba del centro de la Nada y el Silencio... sin pensar en nada, sino buscando directamente el Rostro del Invisible». Mucho se ha escrito acerca de Merton el monje, el contemplativo, el maestro espiritual, el profeta social y eclesial, el pionero del diálogo interreligioso, el crítico de arte, cultura y literatura, así como de Merton el poeta; pero no se ha escrito explícitamente acerca de Merton el salmista. Sin embargo, hay un salterio virtual a lo largo de sus numerosos escritos, tanto en verso como en prosa, que constituye un precioso ejemplo de alabanza cristiana inequívocamente contemporánea. Él insistía en que su tarea no consistía simplemente en ser poeta y escritor, y menos aún comentarista o pseudo-profeta, sino «básicamente, en alabar a Dios a partir de un centro íntimo de silencio, agradecimiento y "conciencia". [...1 Mi trabajo no es otra cosa que la expresión anhelante de dicho agradecimiento día a día, con absoluta sencillez, abriendo mis manos, por lo demás, a todo cuanto me pueda llegar y haciendo que el trabajo forme parte de la alabanza».
Y refiere cómo en alguna ocasión se ha levantado de la cama en mitad de la noche porque sentía la imperiosa necesidad de recitar salmos tumbado y con el rostro en tierra, completamente a solas, sin mujer alguna, extasiadamente abrazado a su silenciosa amante, el bosque, cuya dulce y oscura calidez era la raíz de todos los secretos que los amantes conocían y que los místicos ansiaban conocer. El hombre «intoxicado de Dios» había extinguido todos los deseos, excepto uno: estar en la misma casa de su amor, en el jardín del Paraíso. De camino hacia allí, y una vez llegado, los cánticos que entonaba eran los salmos que cantaba al ritmo de las horas del día, verdadero aliento y latido de su vida cisterciense.
A medida que se ahondaba la vida de salmodia de Merton, despertaba al salmista que le habitaba. Comenzó inscribiendo nuevos salmos en la prosa poética y en los incontables poemas que parecían fluir del inagotable manantial de su silencio, depósito original del auténtico lenguaje humano del que toda alabanza brota y al que acaba retornando. En una cascada de elocuencia literaria, no tardó en convertirse en la voz única e incomparable de un nuevo y contemporáneo despertar contemplativo, insuflando en sus lectores un ansia semejante de la experiencia de Dios. Para Merton, la poesía era el horizonte cercano de este encuentro, porque, al igual que la música y el arte, ponía al alma en sintonía con Dios, induciendo el contacto con el Creador de un universo en el que brillan con luz propia las huellas de la divinidad. La poesía era la «expresión libre» del nuevo ser humano, el mismo Cristo, renacido a la conciencia edénica en virtud del trabajo de conversión. Gracias a la simpatía creativa y a la comprensión intuitiva, Merton encontró un acceso a la «totalidad oculta»" que informa un universo sacramental preñado de misterio, un nivel paradisíaco de plenitud. Reaccionaba con meteóricos estallidos de luminosidad verbal, celebrando el poder de Dios de ocultarse, para que todos lo vean, en el esplendor de la creación y de susurrar en el secreto del corazón humano.
A medida que la prosa de Merton efectuaba cada vez más ataques contra la horrible brutalidad y violencia de nuestro tiempo, sus poemas místicos eran otras tantas incursiones en lo indecible. Con un lenguaje rico e incluso excesivo, exuberante y fastuoso, exponía una bellísima y sorprendente visión de la existencia a los ojos de la depauperada imaginación religiosa del cristianismo posmoderno. Al espíritu teñido de sangre del siglo XX, que languidecía en el eclipse de un escepticismo y una inseguridad entumecedores, Merton se atrevía a hablarle con la inocencia de la fe: la intuición primordial de la original integridad, sentido y compasión que anidan en el corazón mismo de la realidad. Mientras, a lo largo de su vida, el «relato original» del cristianismo se había visto progresivamente sometido a la distorsión, la discontinuidad y la fragmentación, Merton se mostró infatigable a la hora de rehacer la urdimbre de la historia sagrada en el telar de su inspirada imaginación religiosa, sin disculparse en absoluto por referir una larga e improbable historia con la que cubrir su desnudez existencial, una vestimenta con la que celebrar sus cotidianas liturgias de alabanza.
La de Thomas Merton era una nueva voz de la miseria y grandeza de nuestra experiencia del mundo, y sus versos expresaban una visión plenamente integrada de nuestro tiempo y el espíritu del mismo. Su poesía tenía alas, las cuales le permitían despegar y volar por encima y más allá del horizonte del habitual discurso sobre Dios. Con su poesía seducía a sus lectores y nos persuadía de que renunciáramos a las ya agonizantes y formularias traducciones del discurso sagrado y nos atreviéramos, al igual que él, a ser salmistas de los nuevos tiempos y a devolverle el encanto a un mundo cuya alma se veía seriamente amenazada. Nos invitaba a acceder a la mente del místico cruzando la «puerta del mito» del discurso profético", asegurándonos que al otro lado se despierta uno del sueño y accede a una nueva realidad a través de la puerta del cielo, que se encuentra en todas partes.
Kathleen Deignan
El Libro de las Horas
Sal Terrae
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