Existen dos religiones, una verdadera y otra falsa, entre las cuales no tenemos más remedio que escoger.
La falsa, la pagana, es la religión de lo que nosotros hacemos por Dios, de esas cosas desagradables, tristes y raquíticas que nos imponemos por Dios. Se trata de una religión pobre, raquítica y antipática; nadie tiene ganas de imponerse más penitencia, porque nadie quiere dar un paso más en esa religión. Esa religión termina dándonos frente a Dios una mentalidad de bienhechor rencoroso; cuando miramos nuestro pasado, decimos: ¡Cuántas cosas he hecho yo por Dios! ¡Cuántas cosas le he sacrificado! Pero él, ¿qué es lo que ha hecho por mí?
La otra religión, la verdadera, es la de las cosas que Dios ha hecho por nosotros, la de las cosas grandes y maravillosas que él ha hecho en la pobreza, en la pequeñez de sus siervos. En esta religión nunca se siente uno saciado, siempre está uno encontrando maravillas, siempre está uno deseando descubrir más todavía. Es la religión del Magníficat, de los salmos que cantan las maravillas de Dios, es la religión del Credo que no dice ni una sola palabra de nosotros, pero que canta todas las iniciativas, todos los inventos, todas las grandes y maravillosas empresas de Dios para testimoniarnos su amor, para persuadirnos de que él nos ama de verdad.
La penitencia no es un simple replegarse sobre sí mismo, un confesar y reconocer las faltas... La penitencia es volver hacia el verdadero Dios, encontrarlo, conocerlo, pasmarse de su cariño, venir a sus brazos y alegrarse de su perdón.
La diferencia entre ambas concepciones se refleja en la diferencia entre Pedro y Judas. Judas reconoció su falta, fue a confesarse, les dijo a los sacerdotes: he pecado, he derramado sangre inocente. Pero se contentó con esto, no fue más allá; quedó tan abrumado por su pecado, que se hundió del todo.
Pedro, en cambio, miró a Jesús. La mirada de Pedro se dirigió a Jesús y se encontró con su divina mirada: vio a su Dios humillado, cariñoso, amante, llamándolo y esperándolo; y entonces él también se llenó de ternura, de amor, de dolor y de gozo, de una inmensa esperanza, de un verdadero arrepentimiento. ¡Y desde entonces ya no pensó más en sus faltas, echó totalmente fuera su pecado y encontró a aquel que es infinitamente mejor que el pecado y que la desesperación!
Nosotros somos cristianos, si hemos encontrado alguna vez a ese Dios, a esa divina mirada. Somos cristianos si creemos y si, después de tantos años de camino, sabemos que Dios nos ama.
Somos cristianos porque tenemos esa persuasión extraña, singular e inaudita, de que Dios nos ama, de que Dios ama a todos, de que se goza con nuestras vidas y en nuestros corazones, de que es sensible a nuestra atención y vulnerable a nuestra negativa.
En el cielo no se nos preguntará más que una cosa:¿has creído tú en el amor que Dios te tenía? Y los santos contestarán con San Juan: Nosotros hemos conocido el amor de Dios y hemos creído en él.
Louis Evely
La cosa empezó en Galilea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario