(Fragmento de “La montaña de los siete círculos”)
“El gran regalo que se me dio, ese octubre, en el orden
de la gracia, fue el descubrimiento de que la Florecita era realmente una santa,
y no santa muda como una muñeca en las imaginaciones de muchas ancianas
sentimentales. No sólo era santa, sino una gran santa, una de las mayores:
¡tremenda! Le debo toda clase de disculpas y reparación por haber ignorado su
grandeza durante tanto tiempo; pero para hacer tal cosa necesitaría un libro
entero, y aquí sólo puedo disponer de unas pocas líneas.
Descubrir un nuevo santo es una maravillosa experiencia.
Pues Dios se magnifica grandemente y se hace maravilloso en cada uno de Sus
santos. No hay dos santos iguales; pero todos ellos son como Dios, como El de
un modo diferente y especial. De hecho, si Adán nunca hubiese caído, toda la
raza humana habría sido una serie de imágenes magníficamente diferentes y
espléndidas de Dios, cada uno de todos los millones de hombres exponiendo Sus
glorias y perfecciones de un modo asombrosamente nuevo, cada uno brillando con
su santidad particular, una santidad destinada a Él desde toda la eternidad
como la perfección sobrenatural más completa e inimaginable de su personalidad
humana.
Si, desde la
caída, este plan nunca se realizara en millones de almas, millones frustrarán ese
destino glorioso suyo, ocultarán su personalidad en una corrupción eterna de
deformidad, sin embargo, reformando Su imagen en almas desfiguradas y medio
destruidas por el mal y el desorden, Dios hace las obras de Su sabiduría y amor
lo más sorprendentemente bellas por razón del contraste con el medio en que Él
no desdeña operar.
Nunca fue, ni pudo ser, sorpresa para mí que se encontraran
santos en la miseria, dolor y sufrimiento de Harlem, en las colonias de
leprosos como Molokai del padre Damián, en los barrios bajos del Turín de Juan
Bosco, en los caminos de Umbría de la época de San Francisco, o en las ocultas
abadías cistercienses del siglo doce, o en la Cartuja Mayor, o la Tebaida, la
cueva de Jerónimo (con el león haciendo guardia a su biblioteca), o el pilar de
Simón. Todo esto era evidente. Estas cosas eran reacciones fuertes y poderosas
en edades y situaciones que exigían heroísmo espectacular.
Pero lo que me asombraba completamente era la aparición
de una santa en medio de la fealdad y mediocridad hinchada, aterciopelada, superdecorada
y cómoda de la burguesía. Teresa del Niño Jesús era carmelita, es verdad; pero
lo que llevó al convento consigo fue una naturaleza formada y adaptada al fondo
y mentalidad de la clase media francesa de finales del siglo diecinueve, más
complaciente y aparentemente inmutable, de lo cual nada podía imaginarse. Lo
que parecía más o menos imposible para la gracia era penetrar en la costra
espesa y elástica de la presunción burguesa y asir reamente el alma inmortal de
debajo de aquella capa, a fin de hacer algo de ella. En el mejor de los casos,
pensaba yo, tales gentes pudieran resultar inocuos pedantes, ¿pero de gran santidad?
¡Nunca!
En realidad, un pensamiento tal era un pecado contra Dios
y mi prójimo. Era una subestimación blasfema del poder de la gracia, un juicio
extremadamente poco caritativo sobre toda una clase de gente, con fundamentos
poco meditados, generales y algo nebulosos: ¡aplicando una gran idea teórica a
cada individuo que cae dentro de una cierta categoría!
Primero me interesé en Santa Teresa de Lisieux, leyendo
el sentido libro de Ghéon sobre ella: un afortunado principio. Si hubiese dado
con alguna otra literatura de la Florecita que anda circulando, la débil chispa
de devoción potencial en mi alma se habría apagado al momento.
No obstante, apenas tuve una débil impresión del carácter real y de la real espiritualidad de Santa Teresa, cuando inmediata y fuertemente me sentí atraído a ella ... una atracción que era obra de la gracia, puesto que, como digo, me hizo franquear de un salto miles de obstáculos y repugnancias psicológicas.
Y he aquí lo que me sorprende como lo más fundamental de
ella. Llegó a santa no desertando de la clase media, no abjurando, despreciando
y maldiciendo la clase media, o el ambiente en que había crecido; por el
contrario, se pegó a él en tanto puede pegarse una persona o tal cosa y ser una
buena carmelita. Conservó todo lo que era burgués en ella y todavía no
incompatible con su vocación: su afecto nostálgico por una graciosa quinta llamada
"Les Buissonnets", su gusto por el arte completamente almibarado, por
los angelitos de azúcar y santos de pastel jugando con corderos tan suaves y
vellosos que literalmente crispan los nervios a la gente como yo. Escribió una
serie de poemas que, sin importar lo admirable de sus sentimientos, se basaban
ciertamente en los modelos populares más mediocres.
Para ella habría sido incomprensible que alguien pensara
que estas cosas eran feas o extrañas, y nunca se le ocurrió que tuviera que
abandonarlas, aborrecerlas, maldecirlas o enterrarlas bajo un montón de anatemas.
Y no sólo llegó a ser santa, sino la mayor santa que ha tenido la Iglesia en
trescientos años... Aun mayor, en ciertos aspectos, que los dos tremendos
reformadores de su orden: San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila.
El descubrimiento de todo esto fue, en verdad, una de las
humillaciones más grandes y saludables que he tenido en mi vida. No digo que
cambiara mi opinión de la presunción de la burguesía del siglo diecinueve,
¡Dios no lo quiera! Cuando algo es repulsivamente feo, es feo, y así es. No me
encontré llamando bello lo exterior de esa cultura fantasmagórica. Pero tenía
que admitir que, en cuanto a santidad se refería, toda esa fealdad exterior
era, per se, del todo indiferente. Y, más aun, como todos los males físicos del
mundo, podía servir muy bien, per accidens, de ocasión o hasta de causa
secundaria de un gran bien espiritual.
El descubrimiento de un nuevo santo es una experiencia
tremenda, tanto más porque es completamente distinto del descubrimiento
peliculero de una nueva estrella. ¿Qué puede hacer fulano con su nuevo ídolo?
Mirar su fotografía hasta que le dé vértigo. Eso es todo. Pero los santos no
son objetos inanimados de contemplación. Se hacen nuestros amigos, participan
de nuestra amistad, la corresponden y nos dan inequívocas muestras de su amor
por nosotros mediante las gracias que recibimos a través de ellos. Así, ahora
que tenía esta gran amiga nueva en el cielo, era inevitable que la amistad
empezara a tener su influencia en mi vida.
Lo primero que Teresa de Lisieux podría hacer por mí era
encargarse de mi hermano, a quien puse bajo su tutela rápidamente, porque
ahora, con vertiginosidad característica, había cruzado la frontera del Canadá,
y me había dicho por correo que se encontraba en las Reales Fuerzas Aéreas Canadienses.
No era una gran sorpresa para nadie. Como se le acercaba
el tiempo de ser reclutado, empezaba a hacerse claro que iría a donde fuere con
tal de no entrar en la infantería. Finalmente, cuando estaba a punto de ser
llamado, se había ido al Canadá, a alistarse voluntariamente de aviador. Puesto
que el Canadá ya hacía tiempo que estaba realmente en la guerra, y sus
aviadores entraban rápidamente en acción, donde eran grandemente necesitados,
en Inglaterra, era muy evidente que las probabilidades de John Paul para
sobrevivir una guerra larga eran muy escasas. Por lo que yo podía colegir, él
entraba en las fuerzas aéreas como si pilotear un bombardero no fuera más peligroso
que conducir un coche.
Ahora estaba
acampado en algún lugar cerca de Toronto. Me escribió, con alguna esperanza
vaga de que, como él era fotógrafo, pudieran mandarlo de observador para sacar
fotos de las ciudades bombardeadas, hacer mapas y demás. Pero entretanto, hacía
servicio de guardia, a lo largo de una gran valla de alambre. Y envié a la
Florecita de centinela para que cuidara de él. Cumplió bien el encargo.
Pero las cosas que sucedieron en mi vida, antes de que
hubiesen transcurrido dos meses, también llevaban la huella de su intervención…”.
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