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martes, 24 de octubre de 2023

THOMAS MERTON Y TERESA DE LISIEUX (La Pequeña Flor)

 

(Fragmento de “La montaña de los siete círculos”)

“El gran regalo que se me dio, ese octubre, en el orden de la gracia, fue el descubrimiento de que la Florecita era realmente una santa, y no santa muda como una muñeca en las imaginaciones de muchas ancianas sentimentales. No sólo era santa, sino una gran santa, una de las mayores: ¡tremenda! Le debo toda clase de disculpas y reparación por haber ignorado su grandeza durante tanto tiempo; pero para hacer tal cosa necesitaría un libro entero, y aquí sólo puedo disponer de unas pocas líneas.

Descubrir un nuevo santo es una maravillosa experiencia. Pues Dios se magnifica grandemente y se hace maravilloso en cada uno de Sus santos. No hay dos santos iguales; pero todos ellos son como Dios, como El de un modo diferente y especial. De hecho, si Adán nunca hubiese caído, toda la raza humana habría sido una serie de imágenes magníficamente diferentes y espléndidas de Dios, cada uno de todos los millones de hombres exponiendo Sus glorias y perfecciones de un modo asombrosamente nuevo, cada uno brillando con su santidad particular, una santidad destinada a Él desde toda la eternidad como la perfección sobrenatural más completa e inimaginable de su personalidad humana.

 Si, desde la caída, este plan nunca se realizara en millones de almas, millones frustrarán ese destino glorioso suyo, ocultarán su personalidad en una corrupción eterna de deformidad, sin embargo, reformando Su imagen en almas desfiguradas y medio destruidas por el mal y el desorden, Dios hace las obras de Su sabiduría y amor lo más sorprendentemente bellas por razón del contraste con el medio en que Él no desdeña operar.

Nunca fue, ni pudo ser, sorpresa para mí que se encontraran santos en la miseria, dolor y sufrimiento de Harlem, en las colonias de leprosos como Molokai del padre Damián, en los barrios bajos del Turín de Juan Bosco, en los caminos de Umbría de la época de San Francisco, o en las ocultas abadías cistercienses del siglo doce, o en la Cartuja Mayor, o la Tebaida, la cueva de Jerónimo (con el león haciendo guardia a su biblioteca), o el pilar de Simón. Todo esto era evidente. Estas cosas eran reacciones fuertes y poderosas en edades y situaciones que exigían heroísmo espectacular.

Pero lo que me asombraba completamente era la aparición de una santa en medio de la fealdad y mediocridad hinchada, aterciopelada, superdecorada y cómoda de la burguesía. Teresa del Niño Jesús era carmelita, es verdad; pero lo que llevó al convento consigo fue una naturaleza formada y adaptada al fondo y mentalidad de la clase media francesa de finales del siglo diecinueve, más complaciente y aparentemente inmutable, de lo cual nada podía imaginarse. Lo que parecía más o menos imposible para la gracia era penetrar en la costra espesa y elástica de la presunción burguesa y asir reamente el alma inmortal de debajo de aquella capa, a fin de hacer algo de ella. En el mejor de los casos, pensaba yo, tales gentes pudieran resultar inocuos pedantes, ¿pero de gran santidad? ¡Nunca!

En realidad, un pensamiento tal era un pecado contra Dios y mi prójimo. Era una subestimación blasfema del poder de la gracia, un juicio extremadamente poco caritativo sobre toda una clase de gente, con fundamentos poco meditados, generales y algo nebulosos: ¡aplicando una gran idea teórica a cada individuo que cae dentro de una cierta categoría!

Primero me interesé en Santa Teresa de Lisieux, leyendo el sentido libro de Ghéon sobre ella: un afortunado principio. Si hubiese dado con alguna otra literatura de la Florecita que anda circulando, la débil chispa de devoción potencial en mi alma se habría apagado al momento.

No obstante, apenas tuve una débil impresión del carácter real y de la real espiritualidad de Santa Teresa, cuando inmediata y fuertemente me sentí atraído a ella ... una atracción que era obra de la gracia, puesto que, como digo, me hizo franquear de un salto miles de obstáculos y repugnancias psicológicas.

Y he aquí lo que me sorprende como lo más fundamental de ella. Llegó a santa no desertando de la clase media, no abjurando, despreciando y maldiciendo la clase media, o el ambiente en que había crecido; por el contrario, se pegó a él en tanto puede pegarse una persona o tal cosa y ser una buena carmelita. Conservó todo lo que era burgués en ella y todavía no incompatible con su vocación: su afecto nostálgico por una graciosa quinta llamada "Les Buissonnets", su gusto por el arte completamente almibarado, por los angelitos de azúcar y santos de pastel jugando con corderos tan suaves y vellosos que literalmente crispan los nervios a la gente como yo. Escribió una serie de poemas que, sin importar lo admirable de sus sentimientos, se basaban ciertamente en los modelos populares más mediocres.

Para ella habría sido incomprensible que alguien pensara que estas cosas eran feas o extrañas, y nunca se le ocurrió que tuviera que abandonarlas, aborrecerlas, maldecirlas o enterrarlas bajo un montón de anatemas. Y no sólo llegó a ser santa, sino la mayor santa que ha tenido la Iglesia en trescientos años... Aun mayor, en ciertos aspectos, que los dos tremendos reformadores de su orden: San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila.

El descubrimiento de todo esto fue, en verdad, una de las humillaciones más grandes y saludables que he tenido en mi vida. No digo que cambiara mi opinión de la presunción de la burguesía del siglo diecinueve, ¡Dios no lo quiera! Cuando algo es repulsivamente feo, es feo, y así es. No me encontré llamando bello lo exterior de esa cultura fantasmagórica. Pero tenía que admitir que, en cuanto a santidad se refería, toda esa fealdad exterior era, per se, del todo indiferente. Y, más aun, como todos los males físicos del mundo, podía servir muy bien, per accidens, de ocasión o hasta de causa secundaria de un gran bien espiritual.

El descubrimiento de un nuevo santo es una experiencia tremenda, tanto más porque es completamente distinto del descubrimiento peliculero de una nueva estrella. ¿Qué puede hacer fulano con su nuevo ídolo? Mirar su fotografía hasta que le dé vértigo. Eso es todo. Pero los santos no son objetos inanimados de contemplación. Se hacen nuestros amigos, participan de nuestra amistad, la corresponden y nos dan inequívocas muestras de su amor por nosotros mediante las gracias que recibimos a través de ellos. Así, ahora que tenía esta gran amiga nueva en el cielo, era inevitable que la amistad empezara a tener su influencia en mi vida.

Lo primero que Teresa de Lisieux podría hacer por mí era encargarse de mi hermano, a quien puse bajo su tutela rápidamente, porque ahora, con vertiginosidad característica, había cruzado la frontera del Canadá, y me había dicho por correo que se encontraba en las Reales Fuerzas Aéreas Canadienses.

No era una gran sorpresa para nadie. Como se le acercaba el tiempo de ser reclutado, empezaba a hacerse claro que iría a donde fuere con tal de no entrar en la infantería. Finalmente, cuando estaba a punto de ser llamado, se había ido al Canadá, a alistarse voluntariamente de aviador. Puesto que el Canadá ya hacía tiempo que estaba realmente en la guerra, y sus aviadores entraban rápidamente en acción, donde eran grandemente necesitados, en Inglaterra, era muy evidente que las probabilidades de John Paul para sobrevivir una guerra larga eran muy escasas. Por lo que yo podía colegir, él entraba en las fuerzas aéreas como si pilotear un bombardero no fuera más peligroso que conducir un coche.

 Ahora estaba acampado en algún lugar cerca de Toronto. Me escribió, con alguna esperanza vaga de que, como él era fotógrafo, pudieran mandarlo de observador para sacar fotos de las ciudades bombardeadas, hacer mapas y demás. Pero entretanto, hacía servicio de guardia, a lo largo de una gran valla de alambre. Y envié a la Florecita de centinela para que cuidara de él. Cumplió bien el encargo.

Pero las cosas que sucedieron en mi vida, antes de que hubiesen transcurrido dos meses, también llevaban la huella de su intervención…”.

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Ser parte de todo...

¡Oh Dios! Somos uno contigo. Tú nos has hecho uno contigo. Tú nos has enseñado que si permanecemos abiertos unos a otros Tú moras en nosotros. Ayúdanos a mantener esta apertura y a luchar por ella con todo nuestro corazón. Ayúdanos a comprender que no puede haber entendimiento mutuo si hay rechazo. ¡Oh Dios! Aceptándonos unos a otros de todo corazón, plenamente, totalmente, te aceptamos a Ti y te damos gracias, te adoramos y te amamos con todo nuestro ser, nuestro espíritu está enraizado en tu Espíritu. Llénanos, pues, de amor y únenos en el amor conforme seguimos nuestros propios caminos, unidos en este único Espíritu que te hace presente en el mundo, y que te hace testigo de la suprema realidad que es el amor. El amor vence siempre. El amor es victorioso. AMÉN.
-Thomas Merton-

Santidad es descubrir quién soy...

“Es cierto decir que para mí la santidad consiste en ser yo mismo y para ti la santidad consiste en ser tú mismo y que, en último término, tu santidad nunca será la mía, y la mía nunca será la tuya, salvo en el comunismo de la caridad y la gracia. Para mí ser santo significa ser yo mismo. Por lo tanto el problema de la santidad y la salvación es en realidad el problema de descubrir quién soy yo y de encontrar mi yo verdadero… Dios nos deja en libertad de ser lo que nos parezca. Podemos ser nosotros mismos o no, según nos plazca. Pero el problema es este: puesto que Dios solo posee el secreto de mi identidad, únicamente él puede hacerme quien soy o, mejor, únicamente Él puede hacerme quien yo querré ser cuando por fin empiece plenamente a ser. Las semillas plantadas en mi libertad en cada momento, por la voluntad de Dios son las semillas de mi propia identidad, mi propia realidad, mi propia felicidad, mi propia santidad” (Semillas de contemplación).

LA DANZA GENERAL.

"Lo que es serio para los hombres a menudo no tiene importancia a los ojos de Dios.Lo que en Dios puede parecernos un juego es quizás lo que El toma más seriamente.Dios juega en el jardin de la creación, y, si dejamos de lado nuestras obsesionessobre lo que consideramos el significado de todo, podemos escuchar el llamado de Diosy seguirlo en su misteriosa Danza Cósmica.No tenemos que ir muy lejos para escuchar los ecos de esa danza.Cuando estamos solos en una noche estrellada; cuando por casualidad vemos a los pajaros que en otoño bajan sobre un bosque de nísperos para descansar y comer; cuando vemos a los niños en el momento en que son realmente niños; cuando conocemos al amor en nuestros corazones; o cuando, como el poeta japonés Basho, oímos a una vieja ranachapotear en una solitaria laguna; en esas ocasiones, el despertar, la inversiónde todos los valores, la "novedad", el vacío y la pureza de visión que los hace tan evidentes nos dan un eco de la danza cosmica.Porque el mundo y el tiempo son la danza del Señor en el vacío. El silencio de las esferas es la música de un festín de bodas. Mientras más insistimos en entender mal los fenómenos de la vida, más nos envolvemos en tristeza, absurdo y desesperación. Pero eso no importa, porque ninguna desesperación nuestra puede alterar la realidad de las cosas, o manchar la alegría de la danza cósmica que está siempre allí. Es más, estamos en medio de ella, y ella está en medio de nosotros, latiendo en nuestra propia sangre, lo queramos o no".
Thomas Merton.

ORACIÓN DE CONFIANZA...

“Señor Dios mío, no tengo idea de hacia dónde voy. No conozco el camino que hay ante mí. No tengo seguridad de dónde termina. No me conozco realmente, y el hecho de que piense que cumplo tu voluntad, no significa que realmente lo haga. Pero creo que el deseo de agradarte te agrada realmente. Y espero tener este deseo en todo lo que estoy haciendo. Espero no hacer nunca nada aparte de tal deseo. Y sé que si hago esto, tú me llevarás por el camino recto, aunque yo no lo conozca. Por lo tanto, siempre confiaré en ti aunque parezca perdido y a la sombra de la muerte. No temeré, pues tú estás siempre conmigo y no me dejarás que haga frente solo a mis peligros

Para intercambiar comentarios sobre Thomas Merton y otros maestros contemporaneos del espíritu.