Para el psicoanálisis, la clave para comprender la estructura psíquica latente del fanatismo religioso es el narcisismo. El fanático devora la divinidad, pretende englutirla en el seno de su propio ser. Una estructura problemática en la naturaleza de su yo le empuja a ello.
En efecto, es muy difícil que nuestro yo se constituya a partir de una experiencia previa de fragmentación. Desde ella no es posible organizar las vivencias que se suceden en el organismo. Sólo mediante las experiencias positivas de gratificación simbiótica proporcionadas por la figura materna se hace posible la emergencia de un yo cohesivo e integrado.
Ha de existir, pues, una experiencia suficiente por la que el bebé se sienta acogido, acariciado y protegido por la figura materna. Sólo así surge el sentimiento de unidad psicofísica que, como segunda piel, protege el conjunto de las experiencias previamente desintegradas, y resulta posible discriminar entre el mundo interior y el exterior y entrar en una relación con ellos que no sea experimentada como amenazadora. Cuando esto no sucede, el mundo interno se experimenta como deteriorado y el externo se manifiesta como sumamente peligroso. Se trata de un narcisismo patológico que, en lugar de posibilitar el acceso a la alteridad, lo bloquea. Cuando se produce una carencia materna y, por tanto, una alteración narcisista en las bases de la personalidad, el propio yo se ve obligado a experimentarse a sí mismo como "objeto/self " omnipotente y necesitado de admiración. Es el intento de recomponer una organización yoica herida.
Las estructuras mentales y afectivas experimentan entonces una urgencia de integración. A falta de una unificación interior armoniosa, surgirá una compulsión integradora que generará fácilmente posiciones integristas. A nivel de pensamiento, el fundamentalismo contaría aquí con un soporte esencial. Pero, cuando las condiciones son particularmente traumáticas, la herida abierta empuja a buscar una integración artificial también en el ámbito de la acción. La carencia de "piel psíquica" se intenta compensar con una "piel muscular", hecha de movimiento y acción. El "otro" supone una amenaza de muerte para el propio yo débil y fragmentado. La alteridad tiene que ser repelida y, si es posible, anulada.
Desde la urgencia de su yo fragmentado, el fanático experimenta la imperiosa necesidad de constituirse en un todo compacto. La alteridad - el tú libre y no manipulable - constituye una amenaza para su pretensión de totalidad. Su violencia se desata en el intento de conjurar el peligro. Por eso el fanático devora a la divinidad: en su condición de sagrado y total, el objeto religioso es englutido por él y confundido con su propio yo.
Dentro de esta dinámica, el dogma, la creencia, forma el núcleo que hay que salvaguardar como objeto fetiche sobre el que el integrista, el fundamentalista o el fanático proyecta la seguridad y la integración de su propio yo amenazado. Las tres figuras viven el problema de la verdad como una cuestión que afecta a sus propios fundamentos. Pero la verdad deja de ser algo a lo que referirse para convertirse en algo que se identifica con su mismo ser. Es una verdad "cosa", vivenciada como prolongación del propio yo. La realidad ha de someterse a su imperio. Especialmente desde esta referencia a la verdad religiosa, el fanático se convierte en una grotesca caricatura del profeta.
El profeta no se expresa en su nombre, sino en nombre de Otro que le interpela a él tanto como al pueblo al que se dirige. El profeta sabe que Dios le precede. Por eso vive atento a su Palabra. Una Palabra que viene por sorpresa. Y por ello produce tanto alegría como terror y deseo de huir (Jr 20,7-9.14-20). Es la Palabra del Otro. Una Palabra que puede entrañar una amenaza para la propia seguridad y estabilidad personal, porque a veces produce una distorsión en la vida de quien la oye (Am 7,14ss; Ex 24,1524).
El profeta es esencialmente un transmisor de la Palabra que viene del Otro: es portavoz, no voz de Dios. No habla nada de su propia cosecha. Acepta su diferencia con Dios y no se identifica nunca con la totalidad que él representa. Porque no es el todo, es capaz de reconocer la alteridad sin sentirse amenazado. Por eso, al proclamar la verdad, no lo hace con la violencia típica del fanático. Como él, también el profeta es un hombre público. Ni se retira del mundo ni se encierra en el Templo. Su oído está atento a Dios, su mirada a la realidad que le circunda. Se dirige a las calles y plazas. Es allí donde la verdad que ha oído del Otro debe ser proclamada, porque es allí donde tiene una función transformadora. Cierto que, a veces, como hace Amós, el profeta proclama una ruptura total con las estructuras vigentes. Su profecía adquiere entonces visos de violencia. Pero, a diferencia de lo que ocurre en el fanatismo, esa violencia aspira a una transformación salutífera de la realidad. Si hay que talar el árbol, habrá que dejar un tocón, de donde brotará una nueva fronda. Y por eso el profeta (rara vez lo hace el fanático) proclama también la esperanza.
Profetas y fanáticos se presentan, pues, como dos modos de articularse la relación con el objeto mental Dios. Uno, como mediación de una verdad cuya proclamación es generadora de vida, y otro, como identificación con una verdad que se impone de modo totalitario y violento. Ambas figuraciones religiosas puntean la historia de las religiones. La del cristianismo contemporáneo también. Oscar Romero y Lefèbvre podrían representar los polos de una amplia gama que incluiría personas y grupos: desde el talante profético que marca a muchas comunidades populares latinoamericanas a las tendencias más o menos integristas de otros grupos nacidos en la vieja Europa.
CARLOS DOMÍNGUEZ MORANO
El Dios imaginado
(Selecciones de teología # 137, 1996)
No hay comentarios:
Publicar un comentario